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Giovanni Acevedo

 

Me levanté de la cama y cepillé mis dientes inmediatamente, como siempre. Ese día no me bañé porque no tenía alientos de nada, no estaba enfermo, pero me sentía disminuido, endeble. Me abrigué con una chaqueta gruesa y sin despedirme salí a caminar. Por fortuna el elevador bajó directo hasta la planta baja evitándome conversaciones amistosas con mis vecinos musulmanes o con los peruanos y, por fortuna, el encargado de la puerta estaba ocupado y no fue necesario saludarlo. “¿A dónde fuiste?” me escribiste al celular. No respondí. “Te amo” me volviste a escribir. No respondí.

Caminé sin ansiedad. Solo caminé a paso lento por avenida corrientes en medio de las personas que soportan el invierno porteño. ¿Qué pasa? ¿Por qué pasa esto? Hace tan solo unos meses yo salía de mi oficina, atravesaba la ciudad, soportaba el tráfico bogotano y a los conductores bogotanos. Me escribías y te respondía. -Estoy llegando mi amor, baja en cinco minutos-. Nunca bajaste en cinco minutos, pero a mí eso no me importaba, te amaba. Íbamos a comer o íbamos al cine, o íbamos a mi apartamento, o íbamos a cualquier lado. ¿Qué pasó? ¿En qué momento esto dejó de suceder?

La avenida corrientes me llevó hasta el obelisco y en el obelisco me detuve y me senté en ese café al que íbamos meramente a sacarnos fotos porque la vista es insuperable pero el café es una mierda. Intentábamos lograr esas fotos que yo llamo cotidianas porque detesto las fotos típicas de los turistas típicos. Al mesero le pedí un café. ¿Por qué? No sé, solo lo pedí. Lloraba. Lloraba como un niño afligido. “¿Te espero para almorzar juntos?” Me escribiste al celular. No respondí. Mientras tomaba mi café con pequeños sorbos recordé que siempre después de coger me hacías un café instantáneo. Peor que este seguramente pero no me importaba, lo preparabas tú. ¿Por qué ya no cogemos como antes? No nos importaba el lugar ni la hora, solo cogíamos. ¿Por qué ya no dormimos desnudos? ¿Por qué ya no me tomas de la mano para dormir? ¿Por qué?

El café se termina. Me levanto y dejo cien pesos debajo de la taza blanca en cerámica china en la que me sirvieron el peor café brasilero de mi vida. ¿Qué somos? Hace un par de noches me preguntaste si aún me gustabas. Lo hiciste mientras te metías en ese pantalón gigante de lana verde y las medias que me regaló mi abuela y nunca utilicé porque son extremadamente gruesas, pero a ti te sirven para atacar el frío en las noches. Te respondí que sí, que aún me gustas. Te sumergiste en la cama, te pusiste en posición fetal y te abracé. Nos quedamos dormidos en la misma posición hasta la mañana cuando desperté sintiendo que todo esto ya no tiene sentido. Te miré para ver si aún dormías. Los sábados acostumbramos a dormir tarde, pero como siempre, yo despierto temprano y comienzo a dar vueltas en la cama. ¿Esto tiene sentido?

Sabes que no confío en ti, y yo sé que tú no confías en mí. Pero aquí estamos, durmiendo juntos. Me levanté de la cama y me cepillé los dientes como siempre, pero no me bañé porque no tenía ganas de hacerlo. Solo tenía ganas de salir corriendo. Por supuesto no corrí, un escritor fracasado como yo corriendo con noventa kilos de grasa encima se vería patético. Solo caminé despacio. Recuerdo que regresé a casa y ya no estabas, había silencio, pero ese silencio que abruma, no el que da tranquilidad. Revisé tu parte del armario y aún tus cosas estaban ahí. Por algún momento pensé que esto sería fácil, que un día llegaría y tú con tus cosas ya no estarían. ¿Por qué quiero esto? ¿Qué me pasa? ¿Por qué ya no me escribes al celular?

 

Giovanni Acevedo

 

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