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Eso es escribir para Vargas Llosa… Y voz se vio quebrada por momentos ayer en Estocolmo en presencia de su esposa Patricia al agradecerle haberle soportado tanto su neurosis, sus vanidades, sus caprichos, su pesimismo, su mente ilusa y fabuladora. Es que uno apenas se figura los innumerables sinsabores de su larga carrera de escritor (apenas las imaginamos porque, entre otras cosas, nada de resentimiento dejó traslucir en su discurso): tantas años de trasnocho y cansancio y disciplina y viajes y exilio y desplantes, y pequeñas alegrías, y todo de repente sintetizado en en un discurso de pocas páginas. Grandioso.  

Discursos tan emocionantes – y tan lúcidos – que no pretenden convencernos de nada sino invitarnos a reflexionar. A pensar. Pocas veces se escuchan. Uno se siente orgulloso de ser latinoamericano y de hablar español como lengua materna.  Sus apuntes sobre el poder de la literatura y la ficción impulsan a seguir leyendo y a lanzarse a la delirante carrera de literato, crítico, ensayista o fabulador.  

«Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola».

No sabíamos que Vargas Llosa había pasado su primera infancia en Cochabamba, Bolivia, esa república gemela del Perú, y que en Lima se vio asaltado tantas veces por la miseria de su entorno, siempre con la convicción de que…
«Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión». 

Hay quienes reprochan – yo también se lo reprocho a veces – que Vargas Llosa no sea rebelde o anarquista. Pero su inmensa -a ratos excesiva- admiración por las democracias liberales está antecedida por una tempestad de excesos en los que a ratos cayó él mismo y salió por virtud de lo que el ensayista uruguayo José Enrique Rodó llamaba espíritu proteico. Vargas Llosa lo acepta en el epígrafe de «El sueño del celta»: «Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las más de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y variados contrastes». Ya lo ha novelado en «Las travesuras de la niña mala», y en el discurso lo volvió a repetir en palabras precisas:

«En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china».

Hay quienes lo acusan de neoliberal y derechista. Puede ser. No ocultó en su discurso su desprecio contra los gobiernos de Chávez, Evo Morales y Ortega. Tampoco habló dela responsabilidad del Primer Mundo con el Tercer Mundo. Antes al contrario: le jaló las orejas a Latinoamérica por andar quejándose todavía de la conquista de hace 500 años, pues los responsables ya no son los españoles de ahora sino nosotros mismos, los criollos y mestizos de esos primeros conquistadores. A trabajar. Nos dijo. 

Recordó sus años juveniles en Barcelona en las postrimerías del franquismo, y aunque felicitó a España por su transición democrática, advirtió el peligro del nacionalismo catalán. Acusó a todos los nacionalismos, regionalismos, provincianismos de bloquear el horizonte intelectual del individuo. 

En fin. Lo que más o menos diría cualquier gran escritor al recibir tal Premio. A mí lo más emocionante me pareció su propia confesión de su proceso de escritura en donde compara su oficio a una suerte de continua posesión carnal. Del verbo hecho carne.

 «Escribir es una manera de vivir», dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar». 

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