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Borges, que no necesitó escribir novelas, recomendaba construirlas con
argumentos policiales o de espionaje o con la precisión de una ficción
criminal para evitar reproducir lo caótico y
aburrido del mundo real.

Pero la mayoría de novelistas contemporáneos parece ignorar ese consejo
de Borges; también las editoriales, al no promover colecciones o
concursos de novela negra o policial. He llegado a pensar en
una conspiración mundial para querer aburrirnos. ¡Cuándo la principal
función de una novela es divertir!

En medio de tanta novela aburrida me he dedicado a leer novelas policiales de género negro. No importa que las olvidemos rápido si han logrado divertirnos; no hay
que leerlas con ese trascendentalismo con que leemos a Nietzsche o con
la cara larga de un tratado erudito. Sí, en cambio, con la liviandad
de deslizar nuestros ojos, página tras página, en el misterio
de quién cometió el crimen, bajo qué móviles, cómo y por qué. Mientras
tanto, si se le antoja, esa novela negra puede pasearnos por todo tipo de
temas, hablarnos de matemática, de astronomía, de la maternidad entre
los marsupiales, de la importancia de los gatos entre los antiguos
egipcios, siempre y cuando esas tramas intercaladas terminen por ayudar
a resolver el crimen cometido.

¡Ah! Son una delicia leerlas.

Hace poco he leído «Crímenes
imperceptibles» del argentino Guillermo Martínez (Premio Planeta, 2003),
sin saber ahora qué me ha seducido más de esa novela negra, si el
suspenso por hallar al asesino múltiple o si la trama intercalada sobre
famosos acertijos en la historia de las matemáticas. He olvidado ya la
trama de varias novelas del cubano Leonardo Padura Fuentes, pero cómo
me gocé leyendo los raciocinios de Mario Conde, el policía habanero.
No quiero terminar todavía «El largo adiós» de Raymond Chandler. No. Lo juro:
en lo que he leído en mi corta vida de rata de biblioteca pocas
veces me había topado con un protagonista tan bien hecho como Marlowe,
el detective privado de Los Angeles. 

Nada hay más dañino en una novela, cualquiera que sea, que la pose pseudointelectual.
Hoy, quizás por ese prurito intelectualoide, la mayoría de
novelistas se oponen a divertirnos. O se empeñan en impactarnos con
realidades miserables sin misterio y sin suspenso, o bien con
cantidad de datos históricos cuando la erudición tiene su campo en el
ensayo. La llamada novela de ensayo, salvo algunas excepciones, suele
ser un fracaso. Y aun en esas buenas excepciones como Thomas Mann, Vargas Llosa, Pamuck, o entre nosotros Germán Espinosa, sus novelas jamás dejan de acudir a la acción, ni abandonan el suspenso o el thriller.

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