Nos fuimos del Mundial con el corazón henchido de orgullo patrio y con lágrimas de admiración y respeto. Valores que pueden unir a una nación dividida.
El concepto de nación es problemático, máxime cuando ha sido utilizado políticamente para discriminar la diversidad cultural y conjurar una patria con los principios y valores escogidos por ese pequeño reducto de colombianos que han ostentado el poder. Pero el sentimiento hacia nuestros deportistas es de identidad nacional que reconoce las diversidad precisamente al entender que a ese individuo o equipo nos une una bandera, un himno y nos distancian miles de realidades a veces comunes, otras ajenas, que conforman esa nación no tan perfecta, si fracturada por historias tan dramáticas como nuestra violencia.
Aunque todavía falta mucho en políticas públicas para el deporte, sin duda los resultados de estos últimos años son la cosecha de haber comprendido que invertir en deporte es invertir en cohesión social. Y dejar pasar la efervescencia que ha producido este Mundial; en el que la eliminación no desató un repudio, sí mucha solidaridad; es desaprovechar una oportunidad para los acuerdos de paz y el postconflicto. El gobierno deberá capitalizar este sentimiento, como magistralmente lo hizo Mandela. Y no es exageración, ni debe limitarse a una imitación, es tomar ese orgullo que se expresa desde el vestir hasta en los recovecos de la vida virtual, para ponernos a pensar y a soñar por encima de las diversidades ideológicas, en la paz como fin ulterior.
Pensar que todo acabó en los cuartos de final es subestimar un sentimiento nacional. Es la selección de fútbol, Nairo, Rigoberto, Ibargüen, Pajón, Falla, Giraldo, Darleys Pérez, Julio Teherán, Montoya y con el perdón de los que dejo por fuera, figuras que dialogan sin saberlo con el más humilde de los colombianos hasta con el más poderoso. Fácil lo entienden los publicistas, lento los dirigentes, quienes les deben e incumplen como al resto.
Pero no todo ha sido positivo desde lo simbólico. Nos molestamos por el irrespeto en caricaturas, memes y comentarios ofensivos hacia nuestras figuras deportivas y con una dignidad admirable pedimos renuncias y presionamos retracciones, al tiempo que reímos, compartimos y hacemos viral los mensajes con el ícono del terror, Pablo Escobar, para desfogar nuestra ira. Nos parece un chiste reproducir sus prácticas terroristas en mensajes que rápidamente traspasan la frontera de la virtualidad y terminan en amenazas de muerte o en la muerte misma, como si no tuviéramos consciencia que nos pasa a diario. Y es esa cultura mafiosa, la del atajo, la venganza criminal, la que tiene nuestras vidas en jaque por extorsionistas, sicarios, pandillas, prepagos; por la que nos señalan y a nosotros nos molesta. No es sentido del humor, es idiotez. Validemos mejor una cultura de paz.
Nos parece un chiste reproducir sus prácticas terroristas en mensajes que rápidamente traspasan la frontera de la virtualidad y terminan en amenazas de muerte o en la muerte misma, como si no tuviéramos consciencia que nos pasa a diario.
Califica: