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Un libro satisfactorio es goce estético, fervor y adicción. Pero es también nostalgia por lo inabarcable; un recordatorio de la brevedad de la vida para leer, al menos, una minúscula parte del universo de obras concebidas.

El libro como objeto es un oráculo que retroalimenta otras ideas, nociones y supuestos. Ha tejido una colcha infinita con los retazos humanos de la imaginación, la memoria, la emoción y la interpretación. El libro ha suscitado guerras y ha invitado a la paz. Ha tenido enemigos, perseguidores, aliados y patrocinadores. La ciencia, las religiones y la política han querido acapararlo, bien para elogiarlo o destruirlo. Pero él sobrevive y trasciende con la complicidad del lector, cuyo gesto lo inmortaliza y lo conmemora.

Es leyendo como se celebra al libro y, de paso, se vive una vida más dispuesta a reconocer la complejidad del mundo, la diversidad, la otredad. Es visitando librerías y exigiendo bibliotecas públicas como se festeja la inmensidad de la palabra escrita. Al fin y al cabo, el acceso a los libros revoluciona y tiene el potencial de sustituir armas, y no hay nada más urgente que la transformación y el fin de las beligerancias.

Que este 23 de abril, Día Internacional del Libro, las novelas, los ensayos, los relatos y la poesía desborden tantas estanterías como sea posible.

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