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Si de alardear  de sensibilidad social se trata, a una  empresa le resulta  más rentable donar dinero a una fundación  que retribuir a sus empleados con un salario digno; de la misma  forma que a un sistema excluyente que se concibe a sí mismo como justo le resulta más sencillo y económico promover la cultura de la caridad.

No importa si pago salarios miserables, si exploto y no reconozco lo justo a mis empleados, soy una excelente persona porque tengo una fundación, apoyo a un grupo de niños desamparados.

De ahí que  el acto de dar y recibir limosnas se haya convertido en una política,  una cultura que se arraiga a todo nivel, presente  en las grandes cadenas de supermercados, «señor, desea colaborarme con mi forma de trabajo», señor,  desea usted asumir lo que mi patrón me desconoce. Desea con su aporte contribuir a que yo reciba un ingreso justo.

Presente en la Teletón, Caminata por la solidaridad, y otros tantos  eventos que distantes  de ser  actos de genuina nobleza, lo único que pretenden  es  contribuir a  la buena  imagen de  firmas, particulares,  programadoras, y un sinfín de empresas ligando  sus nombres  a eso que todos conocemos como grandes causas. Una forma de utilizar el dolor ajeno para lograr  réditos,  una forma de presumir de una sensibilidad que en el fondo carecen, de  la  que  hicieron caso omiso durante esa carrera frenética por aniquilar a la competencia y llenarse de  capital.  

Y al resto, bastantes  adiestrados  que sí  nos tienen en esto de apoyar causas nobles. Toda  una parafernalia alrededor del según eso loable acto de dar, el tono dulce y melodioso del cajero del supermercado «¿desea donar?», el desdén y desinterés que por intermedio del susodicho el gran almacén le concede  a tu dinero, ¿desea donar estos mil, estos insignificantes, devaluados, cualesquiera,  diminutos  mil  pesitos de vueltas? Vaya y usted no los tenga al momento de cancelar algún artículo a ver si se los rebajan. Sale del cajero, ahora el empacador…  no importa lo miserable y lo tacaño que uno sea, decir dos veces que no, da pena.

En  últimas,  es lo que buscan, comprometer al cliente, y de paso,  evadir como empleadores un costo inherente a su negocio, «Señor, ¿desea incluir el servicio?», pregunta el mesero del restaurante… Ya hasta nos parece común asumir nóminas ajenas. Trabajas  para mí, cóbrale tu sueldo al cliente.

Hábilmente nos trasladan  la responsabilidad, y es uno el que, como cliente,  tiene que pasar por la pena de decir que no, «¿algo le molesto del servicio señor?», «nada me molestó, por el contrario, me pareció excelente, pero considero que en el precio descarado que me cobraron por los platos debería ir incluido el pago por tu  trabajo», pero nos  da pena decirlo, ellos -los dueños-  lo saben y al final son  nuestras limosnas las que contribuyen a que  sus empleados obtengan un pago medianamente justo, y cuando hablo de justo me refiero a una suma acorde a las ganancias que con su trabajo contribuyen a generar.

Condenar la micro limosna – no a los mendigos en transmilenio, no a la explotación infantil con fines económicos…   «la limosna hace al mendigo», rezaba una excelente campaña hace muchos años- pero a su vez,  promover   las  donaciones masivas, exaltar  la limosna a gran escala.

La cultura de la limosna, única   forma de compensar la indolencia de un sistema excluyente. Punto común entre el discurso de marras de la iglesia – que bajo la óptica «tenemos  que ayudar al prójimo» ha permitido y justificado todo tipo de iniquidades- y este modelo económico: nada malo que unos pocos vivan en la riqueza y otros muchos  en la más absoluta miseria, mientras los de arriba les boten las sobras a los de abajo todo está bien,  a eso le llaman  bondad y  buen corazón. 

Una nobleza que de plano riñe  con un modelo económico despiadado, pero al que se le antoja razonable sentarse a esperar  sensibilidad de su gente, tan contradictorio que concibe la caridad como un modelo sostenible a largo plazo. Además, compasión y piedad de dónde,  si  lo único que nos han inculcado  es que debemos  quebrar a  la competencia, y  enriquecernos a como dé lugar. ¿Los más competidores y despiadados, o los más dulces y caritativos?, definámonos, porque ambas cosas al tiempo no se puede. 

La caridad pública,  la única forma que tiene un sistema  que se presume   así mismo de ser el mayor generador de  riqueza  de alcanzarlos a todos,  de reconocer a  sus miles y miles  de damnificados.

Y es que imposible suponer que aquel que  no tuvo reparo en poner en práctica las políticas más agresivas, nadie llega a enriquecerse ni a adueñarse del mercado a punta de buen corazón, se comporte ahora como hermanita de la caridad.  La competencia a ultranza,  y la filantropía ¿dos facetas de un mismo ente? No, dos acciones en pro de un mismo objetivo, posicionar su marca y arrasar en el mercado, ah, y alimentar un ego.  

Más bien por qué no utilizan ese buen corazón,  del que tanto hacen gala,  para rediseñar y trabajar por un sistema más  justo, equitativo, lleno de oportunidades -y no estoy hablando de socialismo, todo lo contrario-, que nos involucre a todos y  nos haga  parte activa de este engranaje económico, pero ante todo, que nos permita valernos por sí mismos,  para que el día de mañana nadie tenga que decirnos, ni tengamos que decirle a nadie; «una monedita», o «¿me colabora?»

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