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Imparable, así va Santos camino a convertirse en nuestro Nelson Mandela, en nuestro Mahatma Gandhi, en nuestra madre Teresa de Calcuta.

Y no porque al frente de este país tengamos a una eminencia, o a un hombre repleto de carisma y bondad, sino porque queda comprobado con esto -reconocimientos, galardones- que los grandes hombres de la humanidad no han sido más que inventos políticos, personajes maquillados por la historia. “Ciencia” que sigue empeñada en echarnos el mismo cuento de marras: el del gran líder que cambió él solo los destinos de una nación y con ellos los de la humanidad.

Empecinada en seguir con el trabajo que mejor ha hecho durante siglos, crear ídolos, próceres (porque aquí ya estamos frente a un prócer, no lo duden), y rellenarse a sí misma de eventos memorables, hechos que en el fondo no han sido más que sucias jugadas políticas. ¿O alguien aquí ha percibido en algo de todo lo que ha hecho este caballero -decir que se acoge y luego cuando el resultado le es adverso desconocer la voluntad de las mayorías, por ejemplo- un hecho desinteresado, un acto de amor genuino con su país, simples ganas de hacer el bien?

Empecinada en seguir vendiendo la idea de que a este mundo lo han salvado a punta de discursos, y en revestir de gloria a políticos cuyo único mérito fue haber jugado en el mismo bando de quienes contaron la historia.

Y aquí llegamos a uno de los puntos que más jugó a su favor, contar con el beneplácito de las grandes potencias. Todos sabemos que es a ellas a quienes corresponde el papel de definir quién es el bueno o el malo, endiosar o satanizar a dirigentes según hayan servido o no a sus intereses. No nos digamos mentiras, pero todo prohombre moderno debe haber sido su lacayo, haberles hecho caso, servido a su causa, y antepuesto sus intereses económicos y los de sus multinacionales a los de su propia nación.

Una vez le dan el visto bueno, y así como lo hicieron con estos famosos personajes, de quienes sobredimensionó su figura, y exhibió ante el mundo como seres sin tacha, ellos se encargarán del resto, y de poner todo su enorme aparato de propaganda a su entera disposición. Desde ya presumo que con Santos harán un trabajo igualmente impecable.

Como el Dalai lama y Gandhi con sus mantas naranja y blanca respectivamente, y Calcuta con su hábito de monja, bastará la indumentaria adecuada para presentarlo ante las futuras generaciones como un profeta, como un tipo sabio y profundo que vivía, no diciendo mentiras, sino en constante meditación. Eso sí, descarten desde ya el traje rollón naranja con el que recibió el honoris causa, y a metros con los calzoncillos con los que apareció leyendo el periódico en un acto de populismo barato.

Poco a poco irá muriendo el personaje de carne y hueso, el político mediocre y se irá dando paso al mito. Poco a poco la historia irá borrando que fue un pésimo presidente.

Y en unos años se dirá de él lo mismo que se dice y se piensa de todos los prohombres y las promujeres: que era entre los más pobres y necesitados, y no entre los de su misma clase, que se conectaba con su esencia, que se sentía completamente en su salsa. Para los futuros educandos no será difícil imaginarlo caminando entre los menos favorecidos, difundiendo su mensaje de paz, amor y sabiduría.

Y la gente creerá que así fue. Creerá en él, como cree hoy en que la Calcuta fue una Santa que se debía a los más pobres, y en que Gandhi logró la independencia de la India ante un imperio tan despiadado y ambicioso como el británico a punta de reflexiones, frases célebres y actos simbólicos, como el de su famosa marcha por la sal. Como cree en los cuentos épicos y en que en este planeta han existido seres humanos desprovistos de cualquier vanidad, y fin mundano.

En los buscadores de internet figurará como el mártir que dio fin a una guerra de 50 años. La historia pasará por alto que enmermeló a Raimundo y todo el mundo -ni siquiera imaginarán que ese empalagoso término definía el deplorable acto de sobornar-, que hoy decía blanco y mañana negro, que trató de quedar bien con Dios y con el diablo, y que en su afán de gloria y de pasar a la historia se olvidó hasta de gobernar.

Y como la historia no se analiza si no que se cuenta a modo de fábula, un relato de héroes y villanos, en sus anales figurará que fue ministro de Defensa y como mientras estuvo en ese cargo – al que como de costumbre en su carrera llegó nombrado a dedo y sin saber ni jota del tema- se asestaron algunos de los más duros golpes en contra de la guerrilla, los futuros educandos lo concebirán como el titan que lideró y guió las tropas en el frente de batalla. O acaso no pensamos lo mismo de Bolívar aun cuando está documentado que nunca fue a la guerra.

Las futuras reinas de todo el mundo lo incluirán dentro de los personajes que admiran. Lo citarán académicos, gente del común. Lo invitarán a dictar conferencias en resolución de conflictos.

De alguno de sus discursos cansones en los que no se cansó de hablar de paz y de amenazarnos y suplicarnos para que votáramos a favor del “sí” extraerán alguna frase a la que le asignarán el rotulo de celebre.

De raro nada que Hollywood se anime a producir una serie o una cinta épica sobre su vida y figura. Cinta en la muy seguramente representen los diálogos de paz no como la feria de descuentos y concesiones que fue, sino como momentos sublimes durante los que se habló de paz, de reconciliación, de amor y las partes acordaron, no ¿cómo voy yo ahí? o ¿cómo le hago para salvar mi pellejo y no pagar cárcel?, sino lo mejor para el pueblo de Colombia.

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