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Por primera vez (ojalá sea la última también) dejaré de abordar el tema de los sueños para referirme a una situación que me ha indignado como ser humano, mujer,  madre y colombiana. Se trata de la infame persecución que el dictador de la revolución bolivariana ha desatado contra humildes colombianos residentes en Venezuela so pretexto de ser parte de organizaciones paramilitares.

Los canales de televisión colombiana han presentado en sus noticieros diferentes escenas que recuerdan los hechos ocurridos en Alemania la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 que pasaron a la historia con el nombre de “la noche de los Cristales Rotos”. En esa ocasión los judíos y sus propiedades fueron víctimas de ataques por parte de diferentes fuerzas del nazismo. Muchos fueron asesinados y otros deportados a distintos campos de concentración. Al día siguiente de los hechos las calles amanecieron cubiertas de vidrios rotos provenientes de la destrucción de las vitrinas de los almacenes y de las ventanas de las casas de los judíos. De ahí el nombre asignado a esa nefasta noche. La orden para cometer tales desafueros la impartió el entonces canciller del Reich, Adolf Hitler, con la impasibilidad cómplice de las demás autoridades alemanas.

Los colombianos que han sido expulsados de Venezuela y sus casas demolidas por orden de Maduro, son hombres, mujeres y niños de una inocultable raigambre popular. Son personas pobres y trabajadoras que con mucho esfuerzo y a lo largo de varios años lograron construir humildes viviendas para sus familias. Sin embargo, de un momento a otro, sin fórmula de juicio, fueron acusados de criminales y condenados al destierro y a la destrucción de sus bienes. Por fortuna hoy día no existen los campos de concentración de Hitler ni el paredón que hizo famoso al ídolo de la revolución chavista, Fidel Castro.

Al margen de los desafueros denunciados, que todos hemos visto en la televisión, hay un hecho que, más que rabia, me produce un intenso dolor.  Es la impasibilidad del gobierno colombiano. Por lo menos hasta ahora (tarde del martes 25 de agosto) no conozco una reacción de nuestro presidente frente a tales abusos. Esa actitud produce en mí una sensación de orfandad. Tampoco el Secretario General de Unasur, Ernesto Samper, se ha pronunciado al respecto. Prefiero creer, para mitigar mis sentimientos, que se trata de un exceso de prudencia y no de un silencio cómplice.

Nunca discuto temas políticos porque soy ajena (incluso alérgica) a esos menesteres. No obstante, en este caso, se trata de una grave crisis humanitaria frente a la cual no puedo ser indiferente. Por eso en este momento siento la necesidad de dejar sentada mi voz de protesta. Solo espero que muchos colombianos se unan a esta causa para que los compatriotas que en este momento están hacinados en los albergues de Cúcuta sientan al menos la solidaridad de quienes condenamos las atrocidades del dictador y censuramos el silencio de nuestras autoridades.

“No me aterra ni me indigna la maldad de los malos sino el silencio de la gente buena” dijo en alguna oportunidad Martin Luther King. Esa frase, hoy más que nunca, adquiere vigencia. Los colombianos todos, unidos sin ningún distingo de credo político o de otra clase, debemos alzar nuestra voz y buscar la manera de que las autoridades y organismos internacionales se apersonen de este caso para que se imparta justicia y se indemnice adecuadamente a las víctimas del dictador venezolano.

Estoy convencida que los buenos colombianos, sin duda la mayoría, podremos lograr lo que tal vez la cobardía de unos pocos les impide llevar a cabo.

Pido a aquellos que tengan las posibilidades, los medios y los conocimientos para proceder como sociedad civil, que hagan algo. Naturalmente, hay que esperar primero las decisiones que en ese sentido adopte el gobierno colombiano. Lo ideal sería actuar todos unidos para defender la dignidad de aquellos que no pueden defenderse por sí mismos.

El Portal de los Sueños

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