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A lo largo de mi vida he escuchado múltiples narraciones de hechos inexplicables, si se examinan bajo la lupa del sentido común. Son historias que pueden clasificarse como fantásticas. Generalmente cuentan episodios de experiencias extremas vividas por personas que, por distintos motivos, se colocan a sí mismas en el límite de lo razonable. Quieren alcanzar sus objetivos sin consideración a los medios y a las consecuencias que puedan acarrear sus acciones. El resultado de ese proceder casi siempre es funesto para el protagonista y muchas veces sus maniobras dejan víctimas inocentes.

Las imágenes de un sueño revelan el mundo interior de una persona, sus íntimos deseos, lo que hace a espaldas de quienes la rodean. Por eso no dejo de advertir que los sueños revelan secretos. Esas imágenes pueden ser simples e inocentes o retorcidas y tortuosas como en el caso de las pesadillas. Historias fantásticas en apariencia pero no exentas de un contenido que las ata a la realidad como un ancla. El mensaje que subyace en esas imágenes es similar a la moraleja de una fábula: es el consejo de Dios relativo a lo que se debe hacer o lo que se debe evitar para actuar con rectitud y honestidad.

Con base en mi experiencia de vida como intérprete de sueños he escrito algunas historias cortas sobre hechos y sucesos ocurridos en la realidad. A veces la ficción se queda corta cuando miramos lo que hace la gente a nuestro alrededor. Mi propósito, al escribirlas, es el de motivar a los lectores a la reflexión. No pretendo más. La primera, que publicaré a continuación, se titula “La bruja”:

LA BRUJA

Miguelina estaba desesperada. Había descubierto la infidelidad de Tiberio, su marido, y no sabía qué hacer para resolver el problema. Sin embargo, en su angustia, estaba resuelta a llegar a las últimas consecuencias con tal de ponerle término a la situación. Temía que Tiberio se fuera con otra y la abandonara definitivamente. Solo pensar en esa posibilidad la sumía en una profunda pena.

Nuria, su mejor amiga y confidente, estaba enterada de los hechos. Miguelina la mantenía al tanto de sus preocupaciones. Por eso y por la relación de hermandad que las unía, Nuria también estaba dispuesta a hacer lo que fuera con el fin de ayudar a su amiga. Sus pasos en ese sentido la llevaron a encontrar en las páginas de un diario el aviso de una bruja recién llegada a la ciudad. Se llamaba Magnolia y venía precedida de mucha fama por la efectividad de sus “trabajos”. Al menos, eso decía la publicidad.

Nuria convenció a Miguelina de ir a visitarla. Los servicios de la hechicera eran costosos pero ambas estuvieron de acuerdo en que eso no importaba si el resultado estaba garantizado.

Sin perder tiempo ambas amigas partieron con rumbo a la dirección indicada en el diario. Llegaron a un edificio viejo de la zona céntrica de la ciudad. Un solitario y estrecho pasillo las condujo a unas escaleras desgastadas por el uso. Subieron por ellas y en el segundo piso encontraron la puerta cerrada de su lugar de destino. Tocaron y les abrió un hombre moreno de mediana edad, de aspecto sórdido y olor agrio, que les sonreía pretendiendo mostrarse amable.

Después de explicar el motivo de la visita, el hombre les dijo que podían pasar a la habitación donde atendía la bruja. Al entrar, se toparon con un recinto lleno de velas rojas y negras, recipientes de vidrio con plantas y animales disecados en su interior; otros con polvos y esencias multicolores. Olía a rancio. Cualquiera diría que la muerte rondaba por ahí.

Miguelina estaba asustada. Sus esperanzas, sin embargo, estaban depositadas en Magnolia, la mujer que ahora estaba frente a ella del otro lado de la mesita de madera que hacía las veces de escritorio. Miguelina le contó el motivo de su visita. Le dijo también que solo deseaba ver a Tiberio convertido en un marido ejemplar. La bruja, después de preguntarle algunas generalidades, le dijo que no se preocupara, que había llegado al lugar indicado. Le aseguró que sus pócimas convertían a los hombres en mansos corderitos.

Magnolia le entregó a Miguelina, a cambio de una suma considerable, algunos sobres con diferentes hierbas y polvos. Según sus indicaciones, debían mezclarse con las comidas para que Tiberio los consumiera durante ocho días consecutivos. Le aseguró que a partir del segundo día empezarían a verse los resultados.

Miguelina siguió las instrucciones al pie de la letra. Al segundo día, Tiberio no salió de la casa, se sentía indispuesto y por eso decidió quedarse. Su mujer se emocionó. No dudó de la efectividad del “trabajo” contratado y supuso que en el futuro su marido y ella serían muy felices. Al tercer día, sin embargo, Tiberio no pudo levantarse de la cama. Se sentía enfermo y sin fuerzas. Miguelina se preocupó y llamó a Magnolia para contarle lo que estaba pasando. Ésta la respondió que se tranquilizara, que era una reacción normal y le recomendó que siguiera adelante. La animó diciéndole que pronto todas las cosas entre ellos serían otra vez como antes.

Al séptimo día Tiberio no despertó. Estaba muerto. Miguelina lloraba desconsoladamente pero no dijo nada sobre lo que había hecho. No quería asumir responsabilidad alguna por la muerte de su marido. El médico que revisó el cadáver dictaminó que la causa de la muerte fue un paro cardiorrespiratorio fulminante.

Miguelina asumió su soledad con resignación. La novena noche después de muerto Tiberio, cansada de los afanes del día, se durmió profundamente en una mecedora mientras veía la televisión en la sala de su casa. Pasado un tiempo, no se sabe si horas o minutos, un olor pestilente la despertó. Abrió los ojos y el horror se dibujó en su rostro. Frente a ella estaba Tiberio mirándola fríamente mientras cientos de gusanos caminaban por su cuerpo y otros salían de su boca y su nariz. Con los brazos estirados intentaba abrazarla a la vez que decía con voz profunda: “Aquí estoy mi amor, nunca más me iré de tu lado. Vamos a ser felices por toda la eternidad como era tu deseo”.

Al día siguiente los vecinos encontraron el cadáver de Miguelina sentado en la mecedora. Dicen que en el piso, frente a sus pies, había un manojo de hierbas y rastros de polvos de distinto color. Su cara tenía una mueca de espanto.

El Portal de los Sueños

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