El ritmo desvergonzado de la existencia, que continúa en asenso y se salvaguarda inmune. Inmune ante la expiración de la vida, inmune ante el desprecio que hoy nos rige y gravita sobre las relaciones humanas. Inmune ante la destrucción, como si el cataclismo fuese ya una costumbre y una obviedad que transita paralelamente a nuestros pasos, siempre a punto de detonar.
El ritmo, imperturbable, perpetuo y en consonancia, así todo reviente en pedazos en la distancia o a unos cuantos metros.
Afuera y remotamente está el miedo, el que se posa con osadía sobre los hombros de los inocentes. Miedo que elegimos excluir de nuestras reflexiones porque no percibimos su olor, o no sentimos su efecto. Afuera y remotamente se da la explosión de la materia, que en conclusión representa la finalización del raciocinio, el fin de nuestras cualidades inteligentes como especie; pero como algunos no vemos aún los trozos sobre el suelo, decidimos seguir el ritmo, el desvergonzado compás de la existencia.
A todos nos tocará, pero como por ahora no nos toca, continuamos en cadencia, como si fuéramos sublimes y gloriosos, y como si el minúsculo fragmento que habitamos sobre la tierra fuese el único suelo.
Deberíamos sentirnos culpables por reír insolentemente en nuestra cotidianidad mientras otros buscan centímetros entre escombros para sobrevivir. Culpables, mientras que la infancia finaliza para unos a los dos años de edad y otros evidentemente aún somos miopes en la edad adulta. Culpables por considerar que lo único que pasa en el mundo es lo que mediocremente elegimos ver y, según eso, lo que nuestros ojos se acostumbran a traducir y nuestro cerebro a procesar.
Seguimos meditando, invocando paz interior e individual, mientras el entorno vomita guerra. Seguimos meditando, conduciendo involuntariamente a las neuronas a la ignorancia y a un estado de placebo. Manifestamos, declaramos, deseamos, todo con fines particulares y nada con fines comunes.
Y muy claro tenemos el concepto de la “impotencia”, porque nos esgrime, nos excusa, para no hacer, para callar, para permanecer inmóviles, porque por lo general, consideramos que nada está en nuestras manos. Estamos muy habituados a tolerar los problemas de lejos pero no a participar en soluciones de frente.
Estamos abstraídos en la sumisión y siguiendo el ritmo.
Nuestra especie, eventualmente, resulta más diestra cuando de desintegración y autodestrucción se trata. Forjamos más armas que principios, más pensamientos bélicos que trascendentales y orientados hacia el conocimiento, más sentimientos mezquinos que generosos.
Poseer, dominar y someter, espacios, especies y situaciones. La idea de hacer historia, así sea a través de fuerza y monstruosidades, pareciese resultarnos heroico y válido.
Gracias a esa insensatez, hoy, el concepto y el hecho de la muerte ya no se contiene entre esa vieja perspectiva que formaba parte de un discurso cultural ingenuo. Estamos tan sumergidos en agudísimas crisis, que esa antigua ilustración sobre lo que significaba morir, se tornó obsoleta y solo para soñadores.
Nos dijeron que la muerte llegaría cuando nos hubiésemos extendido lo suficiente sobre el espacio, cuando el tiempo hubiese sido generoso con nosotros, cuando el corazón hubiese latido billones de veces entre el pecho y hubiésemos amado con todas las fuerzas de sus fibras; cuando cada pulmón, durante años, se hubiese dilatado y retraído poéticamente, cuando fuésemos ancianos, armoniosos en la calidez de nuestra cama, separándonos poco a poco de este plano para convertirnos en energía divina.
La muerte ahora ni siquiera nos sorprende, las cifras ya no son tan aterradoras, la muerte hoy anda tan vital como la vida, y si alguna vez nos dejó atónitos, hoy se deriva hacia un concepto con el que inadvertidamente encontramos familiaridad. Ahora la aceptamos, no desde la conciencia sino desde la rendición, desde la resignación, y continuamos indolentes, inmersos en el ritmo desvergonzado de la existencia.
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