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Josué Martínez FPor: Josué Martinez

He visitado otros hospitales antes, mucho más feos y deprimentes que este, sin lugar a dudas. Los hospitales son de los lugares más incómodos que existen para mi gusto. Por obvias razones hay un ambiente tenso, todo el tiempo una sensación de alerta, de peligro. Se diferencia de un cementerio en que, en este último, reina la resignación, hay un dolor final, ya está. Pero en el hospital se adueña del ambiente la incertidumbre. Si bien hay gente cuidando de los enfermos y está dentro de las posibilidades que el paciente mejore, también está latente la otra opción, que suceda lo peor, cualquier cosa que signifique lo peor.

Para colmo de males, debo visitar el Hospital San José, que está muy mal ubicado en pleno centro de la ciudad. El centro de Bogotá tiene lugares históricos, culturales, llamativos, lugares que frecuento y que son agradables; pero si tiene un lunar, definitivamente es este, donde queda el San José y sus alrededores.

Los habitantes de calle pululan sus inmediaciones y uno no acaba de explicarse cómo puede haber tantas personas en tan pocas cuadras y en estados tan lamentables. A la hora que llego hay congestión vehicular y me tardo, lo que me parece una eternidad en dar vuelta al hospital para parquear mi moto dentro del lugar. Después de esquivar y casi atropellar varias personas, o lo que queda de ellas, logro entrar y después de preguntar si puedo pasar a ver a la Profe, me contestan que ya hay alguien con ella, que debo esperar.

El acceso al interior del hospital por el parqueadero se me antoja contradictorio. Es el lugar por donde sacan la basura, por ejemplo; las paredes están sucias, gran parte de ellas sin pintura, las rejas de ventanas y puertas sucias también, el piso agrietado, las losas levantadas, entran y salen afanadas las ambulancias, escandalosas, hacen sonar las tapas de las cámaras al pasar sobre ellas. Las paredes altas como muros de penitenciaría a lado y lado forman un callejón frío, siniestro, como si el lugar, lejos de dar la bienvenida, se sintiera incómodo con mi presencia, descubro que el sentimiento es mutuo. Avanzando por ese eterno pasillo glacial, miro a través de una ventana, hay un gran comedor, una cafetería, un restaurante para trabajadores. Hay tres sentados en la primera mesa, tal vez un doctor y un par de enfermeras. Apuran su comida y ríen, charlan, degustan, parecen divertidísimos, felices. Eso es lo contradictorio, me pregunto cómo se puede estar aparentemente tan a gusto en un lugar así, cómo pueden pasar todo el día así, todos los días ahí.

Sigo las indicaciones al pie de la letra y comienzo a buscar las placas, los corredores, las escaleras, la cama número 2805. Es demasiado grande, demasiado inquietante, demasiado triste, pienso que me voy a perder para siempre entre pasillos, cuartos, camas, gente de blanco, olores a de todo; prefiero preguntar a una enfermera, me señala con la mano que es justo dos pasos al frente de donde estoy y entro, o mejor, me asomo.

La conozco desde hace muchos años. Yo era apenas un niño y ella era la profesora de escuela infantil, con el tiempo se convirtió en mi profesora de inglés, por eso su seudónimo: La Profe. Debí ser su peor estudiante, ella dictaba un curso por ciclos, siendo el total de ellos cinco, si mal no recuerdo, cada uno de los cuales duraba 6 meses a lo sumo. Casi que desde que la conocí empecé a estudiar el curso y hasta la fecha, no he terminado el segundo ciclo; desde luego toda la culpa recae sobre mí. Su idioma nativo es el inglés, vivió muchos años en Estados Unidos. Todavía le cuestan algunas palabras en español y es divertido escucharla tutear. Por una cosa y otra, o por todo, o por nada, forjamos una amistad de esas que perduran a través de los años, de las que no exigen un estar o compartir permanente, pero que aun así continúa, y hace bien a ambas partes, al menos, eso quiero creer. Aunque de niño me inquietaba hablar con ella, siempre fue agradable y reconfortante su amistad.

-¿Y tú y yo qué chinito? – me cuestionaba, refiriéndose a mi ausencia de las clases de inglés.

-Sí, teacher. Debo sacar tiempo para continuar- respondía de forma automática.

Me decía que yo tenía el inglés suficiente para sostener una conversación. –Así sea como tarzán chinito- así se refería a mi nivel de inglés. Acto seguido pasaba del dicho al hecho y me bombardeaba con frases en inglés. Preguntas que yo no entendía en su mayoría o si entendía, respondía en español. Ella resignada continuaba la conversación. Cómo iba la familia, en qué estaba trabajando, cómo estaba con Dios, qué planes tenía para el futuro, etc.

Pasaron largos períodos de tiempo en los que estuvimos muy lejanos, por el trabajo, o por la excusa que sea. No puedo evitar sentir remordimiento por eso, no está bien perder así el contacto con los amigos, no con los amigos como ella.

La primera impresión que tuve al verla recostada en la cama 2805 fue pensar: me equivoqué, no es ella, no puede ser ella. Si he de rescatar algo que me sorprenda más de su estado es, sin duda, su delgadez. La cara es tan delgada que parece otra persona. Se le ve más pequeña incluso, sus brazos no son la mitad de gruesos de lo que eran, en ambos tiene unos moretones que a simple vista preocupan, me entero después que se forman cuando las enfermeras buscan sin éxito sus venas. En contraste con el resto del cuerpo, sus pies están inflamados, mucho, como si no pertenecieran a su cuerpo delgado. Se mueve despacio, su hablar es pausado, como en cuotas, como si cada frase costara un gran esfuerzo, hay un tubito que pasa por debajo de su nariz y va a conectarse a un aparato; una maquinita blanca a un lado de su cama adorna el lugar, pita cada tanto, pip…pip…pip, como una cuenta regresiva, una cruel cuenta regresiva, dando el toque final y definitivo que hace inconfundible el ambiente de cuarto de hospital. Apenas si advierte mi presencia, voltea la mirada y me saluda sin sorpresa.

No recuerdo bien qué dije. ¿Qué se supone que debo preguntar? ¿Cómo estás? Descarto esa opción de inmediato. ¿Qué se debe decir en situaciones como esta? Me pregunto por qué no crean una especie de guía para estos momentos. ¿Por qué no traía preparadas un par de opciones? En milésimas de segundo viene a mí una frase que no sé quién escribió y que me aprendí hace tiempo: Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio. Definitivamente no tengo nada mejor y me decido por eso, el silencio. No sé si fue bueno o malo, al menos fue curioso porque, luego de haberme sentado al lado de su cama, ella comenzó a preguntarme cosas y yo a responder obediente cada una de sus inquietudes.

Se supone que voy a visitarla, a saber cómo está, a acompañarla en este momento difícil, y resulta que es ella la que termina averiguando por cómo estoy, por cómo va todo conmigo. Soy yo el que está demasiado consciente de las circunstancias que la rodean, del estado en el que está, ella parece no estarlo, o parece no importarle. Tiene una tranquilidad que me sorprende. Veo su serenidad, sus ganas de continuar, su forma de ver la situación y pienso que tal vez el que necesita ayuda urgente soy yo. Me doy cuenta de que estoy equivocado, que recibo mucho más de ella de lo que puedo ofrecerle. ¿Acaso no nos pasa así con muchas cosas en la vida? Casi siempre recibimos mucho más de lo que damos a las personas que tenemos cerca, pero es difícil reconocerlo.

Hace una semana está internada en el hospital por una recaída en el tratamiento médico que adelanta, o como prefiere llamarle ella, por un descuido tonto. Asegura estar mejor y se muestra optimista y esperanzada. Me confronta su tenacidad, su fuerza y capacidad de oponerse a la adversidad, su confianza en Dios no importando las circunstancias, su decisión de no quedarse así como está, así como la encontré.

-Yo no me voy a rendir así de fácil chinito. Tú sabes que yo no me rindo fácil.

Yo sé que no. La vi muchas veces salir adelante en condiciones muy duras. Es conmovedor ser testigo de su fuerza vital, aun cuando las circunstancias muestren un panorama oscuro y desolador.

-A mí me faltan muchas cosas por hacer – me dice convencida. Los estudiantes me están esperando…

Y sí Profe, la estamos esperando. Hay muchas más historias que contar, hay más tardes de clases de inglés, interrumpidas como siempre por un buen café, que servirá en grandes cantidades en su vaso de plástico al son de una buena charla. Tenemos pendiente la visita a su nuevo apartamento. La Profe me bombardeará de nuevo con sus preguntas en inglés, yo me esforzaré por entender y trataré de sostener con ella una conversación, así sea defendiéndome en ese idioma como tarzán, o le contestaré en español en últimas, los dos reiremos y ella me dirá que debo practicar más. Preparará más café, hablaremos de mis planes de cara al futuro, de cómo voy con Dios, de sus estudiantes y de muchas otras cosas. Lejos de ese hospital, de sus paredes infinitas, de sus pasillos interminables, lejos de la incertidumbre y del ambiente de alerta, lejos de las agujas, del respirador artificial, de los moretones en los brazos, de las enfermeras y sus inmaculados atuendos, lejos de la cama 2805, muy lejos de esa realidad efímera y desconcertante.

 Twitter: @10SUE10

 

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