Hay gente que prefiere quedarse toda la vida en el mismo sitio con tal de no empacar sus cosas. En cambio otros llevamos ese bicho, esa búsqueda sin remedio que nos lleva a alzar el ancla una y otra vez sin un objetivo claro, con algo de esperanza tal vez.
Hay que estar tener mucha fortaleza para no enloquecer en el proceso. Está por un lado el lío de hacer un inventario de todas las cosas que nos pertenecen. Algunas necesarias, otras no tanto. Algunas llegaron por nuestra voluntad, otras por voluntad de otro, otras por voluntad propia. Llegan y se instalan y no te das cuenta que están ahí, ni para qué sirven, ni por qué las tienes, hasta que levantas las alas y te vas de nuevo. Están también los regalos. ¡Ay dios! ¡Los regalos! Guardados por pura sensiblería. Fue la demostración de afecto de alguien, ya no sabemos quién. Y eso, el haber sido apreciado en algún momento, no importa qué tan lejano, no importa por quién, nos impide deshacernos del bendito objeto inservible. Nos sentimos desleales, insensibles, mezquinos. Preferiríamos dejarlo ahí empolvándose, olvidado, relegado, pero de alguna manera parte de nosotros.
Empacar para ir de un lugar a otro implica una selección. Lo que llevo conmigo, lo que le regalo a alguien querido, lo que regalo a quien sea, lo que guardo, pero no llevo conmigo. Pero, ¿cuál debería ser el criterio de selección? ¿Qué me llevo? ¿Lo indispensable? ¿Lo útil? ¿Lo que más quiero? ¿Lo que me da placer? ¿Qué elegirían los judíos en la Segunda Guerra Mundial, cuando no sabían el horror que les deparaba el destino? ¿Llevarían sus libros más queridos? ¿Sus joyas más finas? ¿Su ropa predilecta? ¿Algo de comer para el camino?
¿Y qué decir de las fotos? Fotos sueltas, fotos en álbumes, fotos enmarcadas. Fotos de los niños al nacer, fotos de las abuelas en sepia, fotos de antiguos amores que no queremos recordar, fotos de viajes, de pelos alborotados, de pantalones bombachos, de amigos que ya no están. Si las ponemos a un lado, ¿será una señal de deslealtad con ese amigo del alma, con los hijos, con los antepasados? ¿Los estamos relegando y por ende traicionando su memoria al guardarlos en una caja que se quedará indefinidamente guardada? Una caja que no llevaremos entre lo más querido, lo más cercano al corazón.
Son estas las decisiones que más nos desgastan, las que torturan nuestra psiquis, ya de por sí debilitada por haber vuelto a leer esas cartas de los ex novios, esas fotos de los niños cuando creíamos que eran verdaderos ángeles que nunca nos decepcionarían.
Cuando crees que tienes dominado el monstruo, que falta poco, te encuentras de repente con una caja llena de cosas -papeles, recuerdos, la porcelana de la abuela- que habías olvidado guardada en el closet y ahí te desmoronas, pierdes todo el impulso. Te das cuenta que nada tiene sentido, que no lo vas a lograr, es demasiado el agobio. Te das por vencida y sólo una buena llorada logra calmarte.
Se presenta también el inconveniente de los seres queridos que dejas atrás. ¿Qué derecho tenemos de abandonarlos? ¿Te resentirán por eso? Algunos amigos sobrevivirán el tiempo y la distancia, la mayoría no. Muy pocos ven el interés en mantener una relación sin beneficios a corto plazo. En algunos años no recordarán ni siquiera nuestro nombre.
La incertidumbre de lo que depara el destino es quizás el mayor obstáculo al momento de irte a vivir a otro lugar. Absurdo, porque nada es tan incierto como el futuro. No importa si vives toda la vida en la misma casa. Nada previene que un terremoto, un incendio, una avalancha, un huracán acaben con todo lo que te rodea. Y sin embargo, es justo al momento de partir y empezar de nuevo que los días por venir entran en el terreno de lo desconocido.
Que cosa esa. No hay una regla para ese menester, imaginarse abandonando los objetos interesantes que hemos colectado a nuestro alrededor, la mayor parte de objetos físicos de verdad no incumben tanto como los recuerdos. he pedido a la vida tener muchos pero muchos buenos recuerdos y serán todo el equipaje de un ser humano en el trajinar de su existencia.
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