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No deja de ser sintomática la cantidad de presidentes y expresidentes de esta parte del mundo que están siendo investigados por temas de corrupción. Brasil, Perú, Panamá, Ecuador, Argentina, son solamente algunos de los casos. Paradójicamente, Colombia, que a principios de este año figuraba en el puesto 90 en el ranking global de la ONG Transparencia Internacional, entre 176 países, ha pasado de agache frente al tema.

Una forma de verlo es pensar que acá no pasa nada, que los corruptos son los otros, pero todos sabemos que eso no es más que una utopía. Otra, es que como acá somos vivos, no dejamos que nos pesquen, lo cual puede ser cierto. Una más, es que nuestra justicia poco opera porque hasta fiscal anticorrupción acusado de corrupto tenemos, por lo que esa puede ser otra explicación válida. Una más y en la que más creo, es aquella teoría que dice que a nosotros, los ciudadanos del común, poco y nada nos importa lo que ocurre en el país, porque no pasamos de ser unos calenturientos de ocasión, unos opinadores de café, sofistas de fila de banco, unos filósofos de parque o unos revolucionarios de nevera llena.

El caso Odebrecht es una investigación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos publicada el 21 de diciembre de 2016 sobre la constructora brasileña del mismo nombre, en la que se detalla que habría realizado coimas de dinero y sobornos, a funcionarios públicos del gobierno de 12 países: Angola, Argentina, Colombia, Ecuador, Estados Unidos, Guatemala, México, Mozambique, Panamá, Perú, República Dominicana y Venezuela, para obtener beneficios en contrataciones públicas.

En nuestro país, está medianamente probado que los dineros de esta multinacional entraron por igual, a las campañas presidenciales de Juan Manuel Santos y a la de Oscar Iván Zuluaga. De lo que acusan a Odebrecht es de lo mismo que siempre han hecho los grandes grupos económicos a lo largo de la historia colombiana: financiar a los políticos para luego cobrar con creces el favor y eso pasa desde una elección presidencial hasta en una campaña para el Senado, para una JAL, para una junta de acción comunal o para el consejo de administración de un edificio. Lo irregular en este caso es que se trata de una empresa extranjera, lo que prohíbe expresamente nuestra ley, pero ese es apenas un detalle chiquitico.

Unos y otros han guardado un silencio sospechoso y sibilino. Unos y otros, tan proclives al insulto, a la injuria y al ultraje al adversario, se han quedado callados porque saben que atizar esas cenizas es encender una bola de fuego que también los ardería. Si alguno de los dos no tuviera nada que esconder, no habría habido día en que no hubieran matado y comido del muerto, como han hecho con los detalles más absurdos. Suena extraño que ante semejante papaya no hubieran salido Armando Benedetti o Roy Barreras a despotricar del Centro Democrático y más extraño aún que Uribe y sus muchachos no le hubieran dado palo a Santos. Sin sonrojarse, han optado por la fórmula tan colombiana de “hagámonos pasito”, porque como la flor del capullo, cada cual tiene lo suyo. ¡Pena debería darles!

Y es que además de tramposos y tapados, unos y otros son absolutamente descarados. Sin el menor asomo de decencia, se aprestan a encenderse a golpes y a bajezas con tal de ganar las elecciones. Hay ladronzuelos de barrio menos atrevidos que al saberse sorprendidos optan por el retiro silencioso. Pero no, nuestros políticos son como los gatos que una vez hacen del cuerpo remueven la tierra para tapar sus ocurrencias. Y siguen tan campantes.

Lo peor del caso es que nosotros, los ciudadanos del común volveremos a comernos el anzuelo y en pocos meses estaremos prestos a darnos en la jeta por cualquiera de los dos. O de los tres o de los diez, porque todos son lo mismo. ¡Pena debería darnos!

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