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Yo no recuerdo haber salido a marchar nunca en esta vida porque ejerzo mi derecho a disentir de maneras muy distintas. No necesariamente en ese orden, me quejo, me burlo, escribo, voto y, a veces, hago lo que me toca como ciudadano. Respeto a los que marchan, incluso, admiro a esos jóvenes tesos y formados que las lideran, pero yo no lo hago por una razón de la que tengo plena convicción: no creo que sirvan para mucho. En las marchas y en los paros cada quien va a protestar por el pedazo que le toca o por el hambre que padece, pero los gobiernos frente a eso (este y todos) se hacen los locos y miran para otro lado.

Que la gente está mamada es obvio, que la ineptitud es galopante, salta a la vista, que la clase media está jodida, es una verdad de Perogrullo, que terminan en pedreas y en abuso del Esmad, es casi casi un lugar común, y que los motivos siempre sobran, no tiene discusión, pero un hecho real es que en Colombia, desde la Revolución Comunera, en 1781, son pocos los paros que han tumbado a un presidente, dos para ser más claros: en 1909, las protestas contra Rafael Reyes terminaron en represión y a los pocos meses renunció. Uno. En 1948, Jorge Eliécer Gaitán promovió la Marcha del Silencio, que convocó a más de 100 mil personas sin una consecuencia real. En el 54, durante el gobierno de Rojas Pinilla, hubo protestas con muertos de por medio, pero se aguantó tres años más hasta que otro paro lo obligó a la renuncia y al exilio. Dos. De ahí en adelante solamente se recuerda el paro del 14 de septiembre de 1977 durante el gobierno de López Michelsen, la movilización contra el secuestro de las Farc y las protestas estudiantiles y los paros campesinos durante el gobierno Santos. Un pobre balance en más de cien años de historia de un país donde los políticos siempre han abusado.

No necesariamente en ese orden, me quejo, me burlo, escribo, voto y a veces, hago lo que me toca como ciudadano.

Vayamos a Duque, del que uno no sabe si reírse o sentarse a sollozar, porque parece estar prisionero en un cargo que no quiso, pero que tampoco fue capaz de rechazar. Está ganando tiempo, esperando que el partido se termine para que no le metan otro gol, que, en su caso, siempre es autogol.

Encerrado con sus amiguetes de la Sergio, como los primíparos de universidad que se reúnen en un grupo de estudio, elabora teorías, diseña programas, escribe libretos y discursos, hace planes con diagramas de flujo y esquemas paso a paso, de pronto bien intencionados, pero que para un país como el nuestro sirven poco. O muy poco.

El problema de Duque no es la ausencia de rating sino la falta de sintonía.

No nos digamos mentiras, sin la pandemia, Duque estaría envainado porque no habría sabido en qué ocupar su tiempo libre. Su problema no es la ausencia de rating sino la falta de sintonía. A esta altura parece no importarle nada. Ni que le digan, ni que lo insulten, ni que le hagan matoneo con las bromas. Hasta Uribe parece decidido a desmarcarse. Como los músicos del Titanic, los del Centro Democrático tocaron el vals hasta que el agua les llegó a las tetillas, pero ya no aguantan más y han empezado a hacerle el feo y esa tal vez será la única forma de que haga algo diferente. No los paros, no las encuestas, no su impopularidad, no las burlas, porque todo eso le vale tanto como un huevo de los que compra Minhacienda.

Para nuestra desgracia, falta poco más de un año, suficiente para hacer la Copa América, fumigar con glifosato, aplicarnos un impuesto con nombre rimbombante, nombrar a Carrasquilla y a Hassan embajadores en Grecia o en Brasil. Se quedará solo, eso sí, o tal vez con sus amigos de la Sergio, como cuando la Virgen suelta al niño y los apóstoles la miran de reojo.

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