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A los colombianos nos encanta la gavilla, la manada, la montonera. Nos creemos muy autónomos, muy emancipados, muy distintos, pero en verdad lo que nos come es nuestro espíritu gregario.

Por eso, amamos las recochas, los disturbios, las gazaperas, los chiflidos, los alborotos,los hashtag y las tendencias en las redes, porque de una parte nos hacen sentir parte de algo y, por otra, lo más importante, porque nos permiten ejercer el deporte colombiano de tirar la piedra y esconder la mano para echarle la culpa al despistado o al más débil.

Nos creemos muy autónomos, muy emancipados, muy distintos, pero en verdad lo que nos come es nuestro espíritu gregario.

Somos los reyes de la arenga y el eslogan, de las frases hechas, de los gritos estentóreos y las peroratas trasnochadas que ya no convencen a nadie, porque tampoco dicen nada. Rezamos el Padre Nuestro porque así nos lo enseñaron, lo mismo que el rosario, las oraciones a la Virgen, el himno nacional, las arengas de los tombos y soldados o los cantos sindicales. Nuestro discurso se limita al insulto o a los memes, al chiste o a la injuria, a la alabanza deportiva o al halago caudillista, que repetimos en Twitter o en los estados de WhatsApp, en las calles o en las charlas de café.

Somos los reyes de la arenga y el eslogan, de las frases hechas, de los gritos estentóreos.

Nuestra rebeldía llega hasta la arenga en contra de otros. Nos da pereza argumentar porque eso supone la posibilidad de construir. En cada discusión brotan de la nada calificativos de mamertos o de fachos, de godos o anarquistas, de vandalismo disfrazado o agitadores descarados. Igualmente surgen tendencias digitales  como “ya inscribí mi cédula”, “vamos Millos” o “todos somos Lucas Villa”.  Frases hechas, que no dicen nada porque son una pose, una moda.Y es que una cosa es la empatía o el simpatizar con una causa y otra el repetir como un rebaño dócil lo que gritan los demás, porque no sirve de nada, porque no aportan nada, porque no construyen nada, porque ni siquiera inmutan al poder que se alimenta  de ellas.

Nuestra creatividad es nula y ni siquiera nos damos la oportunidad de transformar. La banalidad campea, la nadería abunda, la futilidad rebosa y la poquedad pulula. Repetimos sin pensar lo que otros escuchan y corean. Nos sentimos diferentes copiando a los demás, y así en una cadena interminable de bobadas que conducen al hecho inevitable de que acá no pase nada. Y así nos va.

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