El morado en el ojo del Papa aún no ha terminado de mejorar y en Colombia, las cosas han vuelto a ser las mismas. No nos digamos mentiras, la venida del Papa fue un bálsamo a nuestro ritmo frenético de locura, de odio irracional, de ventajismo, de corrupción e intolerancia. Fue como un pequeño diciembre cuando todos nos sentimos buenos, con ganas de cambiar, de perdonar y estar bien con los demás, pero que con el amanecer del 2 de enero se nos olvida por completo la intención.
Desde hace mucho tiempo me he declarado hincha de Francisco, así a secas como le decimos los católicos que nos hemos dejado convencer por su figura bonachona, por sus declaraciones en favor de los más pobres y porque deja de lado lo superfluo para dedicarse a lo importante. El mejor ejemplo es el golpe que se dio en el papamóvil. En el caso extremo que eso le hubiera pasado a alguno de los jerarcas de la iglesia colombiana (algo improbable porque ellos viajan en carros finos, de cojines abullonados y vidrios polarizados) con seguridad todo se hubiera suspendido, con incapacidad de una semana, por lo menos. Con Francisco fue diferente: Un pañuelo de un escolta, dos cubos de hielo hechos con agua de dudosa procedencia, una sonrisa, un chiste y a seguir con la agenda programada.
Los millones de personas que los vimos por televisión o los que salieron a las calles, nos declaramos conmovidos, con sus palabras, con sus actitudes, con su sonrisa. Sin embargo y para ser sinceros, el Papa no dijo nada diferente a lo que siempre ha dicho desde que lo nombraron cabeza de la Iglesia y no con eso quiero minimizar lo que pasó. A mi modo de ver, Francisco nos dijo lo que todos queríamos escuchar: Que estamos mamados de la guerra, que hay que perdonar, que Colombia es una nación bendecida por Dios con la naturaleza y sus personas, que la búsqueda de la paz es una tarea sin tregua, que hay que huir de la tentación de la venganza, que no es la ley del más fuerte, que el diablo entra por el bolsillo, que los jóvenes deben atreverse a soñar en grande, que hay que reconciliarse y que hay que alejarse de las tinieblas de la corrupción y el narcotráfico.
Si fuéramos un país serio o por lo menos sensible, no hubiéramos necesitado a Su Santidad para saberlo. Pero si la iglesia somos todos, como dicen en la misa, está claro que hay más Papa que Iglesia. (Y no sólo la católica sino todas las que buscan un camino hacia Dios, incluso los ateos que se gozaron los días cívicos y no se perdieron ninguna transmisión, así sea para criticar y para posar de intelectuales).
Muchos incluso han dicho que el Papa es un experto publicista, que se sabe vender y que detrás de todo está una fina estrategia de marketing. Y puede ser cierto, aunque la única diferencia es que a él se le ve real y coherente, porque lo que predica, aplica.¡ Es la máscara, Kimosabi!!, como diría El Llanero Solitario. Es él. No la iglesia, no nosotros, que después de sentirnos santos durante tres o cuatro días, volvimos a ser los mismos cafres de siempre, esos que maltratan niños inocentes y los matan, esos que se cuelan en Transmilenio y se hacen los dormidos para no entregar la silla azul, esos que se inscriben por firmas para intentar blanquear pasados sospechosos, esos que se roban las licitaciones o los cucos y desodorantes en los supermercados de cadena. Es el Papa. No nosotros. Por eso a él se le ve feliz por donde va ( así sea con el ojo morado) y los colombianos seguimos con la misma cara de amargados.
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