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En un país serio, la frase “renuncia irrevocable”  es  una redundancia. En Colombia, en cambio, funciona de una manera muy particular por dos razones básicas: una, porque somos sanguíneos, inmaduros, apurados, pasionales y febriles y por eso vamos diciendo y haciendo lo primero que se nos viene a la cabeza y otra, porque somos poco serios, faltos de palabra y nos encanta recular. Somos culiprontos, ladinos e insidiosos. Nos  gustan las promesas, porque tenemos claro que nunca  las vamos a cumplir.  Nos movemos al vaivén de lo que pasa y de lo que nos conviene.

Acá renunciamos o decimos que nos vamos, como una forma de amenaza, para solidificar nuestra posición, para que nos rueguen que nos quedemos, para que nos acepten  con todo y nuestras mañas, para que nos digan que sin nosotros, imposible, para darnos un toque de glamour que no tenemos, para tapar nuestros errores, para medirles el aceite a los demás, para presionarlos y salirnos con la nuestra.

Hay renuncias que se esperan, que se lamentan o que incluso se les rapa de las manos a quien las sugiere.

Una renuncia o un adiós no se le niega a nadie, porque sabemos, que como dice Alberto Casas en La W, “ nos asiste el derecho a la mamada”, es decir que podemos decir y hacer lo que queramos porque siempre existe la oportunidad de echarnos para atrás. En palabras de  Juan Manuel Santos, “sólo los imbéciles no cambian de opinión»,pero es que acá exageramos.

Como nada nos cuesta echarnos para atrás, lo que digamos siempre está en suspenso, en constante revisión, en perfecta vaguedad, ya que aunque nos hayamos apresurado o seamos poco confiables, siempre tendremos la oportunidad de decir que bueno, que nos quedamos por el bien de la patria, por los niños, por la empresa, por la afición que nos reclama, porque nos entendieron mal, que hay que leer bien porque el verbo estaba conjugado en futuro condicional o pospretérito, que nos quedamos un ratico más.

Después de una renuncia, no queda más que irse.

¡Seamos serios! Si decimos que nos vamos, nos vamos, porque debe ser consecuencia de que lo hemos pensado bien, porque sentimos que nuestro tiempo ya pasó, porque las circunstancias nos obligan a irnos, porque somos como un motel de pueblo chiquito, es decir de una sola pieza, porque nuestros principios y valores así lo obligan y por eso, después del anuncio no queda más que las despedidas, los mocos y las lágrimas si se quiere, los buenos recuerdos y el adiós. Y si decimos que nos vamos con la intención de quedarnos, con mayor razón debemos irnos por faltones, manipuladores, desconsiderados y casi, casi, despreciables. El resto es cuento. O amenaza vana.

Por eso, cada día somos más inviables, porque una sociedad que no cumple  ni siquiera los adioses, está condenada a la desgracia.

 

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