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La vida antes era muy fácil. Bastaba con chiflar a los amigos y pedirse ser Pelé, algo que en realidad estaba reservado por el dueño del Mikasa FT 5, una marca que fue el sello que identificó a más de dos generaciones.

Era fabricado por Mikasa Corporation, una compañía japonesa situada en Hiroshima que  alguna vez fue acusada de maltratar a sus trabajadores en las fábricas que tuvo en Tailandia. Fue fundada en  1917 y desde ese entonces ha fabricado  productos plásticos. Ya en los años 60, se especializó en pelotas para todo tipo de deportes, especialmente fútbol y voleibol.

El Mikasa era fútbol a otro nivel. Duro y sobre todo, duradero

Para los que tuvimos más calle que mundo, ese balón ha sido y será nuestro mejor recuerdo. Incluso hoy, cada vez que me baño, me parece ver grabados en mi pierna derecha dos triángulos en blanco y negro y una M borrosa que algún taponazo en una mañana lluviosa, dejó marcada para siempre.

Nunca fue balón de un mundial, no porque no fuera bueno, sino porque su fábrica jamás estuvo en la rosca de la Fifa. Lo que sí es cierto es que fuimos muchos los que pasamos nuestra infancia corriendo detrás de uno de ellos. Y es que el Mikasa FT5 era fútbol a otro nivel; los partidos se definían por cansancio, los arcos eran sacos o ladrillos, al primer gol nos quitábamos la camiseta, tomábamos agua de una manguera y cualquier pelea se arreglaba  con una gaseosa llena de boronas.

Meterle la cabeza a un Mikasa mojado era un acto casi suicida porque mataba más neuronas que fumar marihuana dos décadas seguidas y un balonazo en la cara era casi, casi como entrar en un coma inducido. Miedo era tener que meterse en la barrera en un disparo de tiro libre o patear muy duro y ver cómo el balón subía y subía para caer en la casa de la gruñona de la cuadra.

El Mikasa era el balón de los niños que jugábamos  fútbol por horas, tomábamos agua de una manguera y los arcos eran sacos o ladrillos

Nunca tuve uno porque entre todos mis amigos yo era el de la parte más baja de la cadena alimenticia y mi Niño Dios solamente me regalaba medias, calzoncillos y, en el mejor de los casos, unos tenis Croydon, no porque fuéramos muy pobres, sino porque éramos muchos.Soy de la generación en la que estrenar era bajarle el dobladillo al pantalón de los hermanos…

Por alguna razón los Mikasa de mi cuadra estaban reservados a los más troncos, a los más maletas. Unos niños regordetes, futbolistas asintomáticos, consentidos y ostentosos, que en navidad o en el cumpleaños salían a estrenar. Era ese momento hermoso cuando los demás nos olvidábamos de todo, nos hacíamos sus amigos temporales y a punta de matoneo sutil nos gozábamos la llegada del Mikasa,porque para interesados, los niños que no teníamos  balón y nos  gustaba el futbol.

Podíamos jugar el día entero en la calle o en el parque, a goles o por tiempo, sin arbitro y sin VAR, donde todo valía, incluso la palabra del que decía que no había sido gol y uno lo creía. Todo terminaba cuando la mamá del dueño del balón lo llamaba a tomarse la merienda. ¡Gordo desgraciado, como si el fútbol tuviera que esperar a que usted se tomara su Milo con galletas!

El tiempo pasó y  a los niños de hoy no les regalan el Mikasa  sino unas pelotas sintéticas, lindas e inmaculadas -y caras- que hasta da pena patear. Tal vez por eso el mundo anda como anda porque los niños de hoy ya no se piden ser Pelé y para completar, no saben chiflar.

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