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La primera vez que vi el hashtag #YoTambién pensé con alivio que yo era una de las mujeres que tenía la fortuna de no haber sido abusada ni acosada; sin embargo, después de leer los testimonios de tantas empecé a pensar en ese miedo que sentía cuando niña de salir a la calle sola, ese miedo a ser agredida por el simple hecho de ser mujer. Tal vez entonces no entendía realmente el alcance de lo que podía ser esa agresión, pero entendía que estaba relacionada con mi cuerpo. Crecí con la angustia de que podría ser víctima de un hombre en cualquier momento.

Recordé también cómo intentaba cambiarme de acera cada vez que veía a un grupo de muchachos reunidos para evitar que me dijeran cosas que no me gustaba escuchar, cosas que por mi edad tal vez no descifraba del todo, pero que entendía como palabras que llegaban a mis oídos por el simple hecho de haber nacido niña y no niño.

Aprendí que debía evitar desplazarme sola, evitar llevar la falda del uniforme del colegio muy alta, quedarme callada, tal vez bajar la cabeza y acelerar el paso cuando pasaba por una construcción donde había muchos hombres.

A una amiga, cuando teníamos 10 u 11 años, mientras esperábamos cruzar la calle, un hombre pasó y le mandó la mano a sus genitales. Cuando teníamos 13 años, un hombre se sentó al lado de otra de mis amigas en un cine y empezó a masturbarse. La reacción de nosotras fue cambiarnos de fila y seguir viendo la película. Sin denunciar, sin pedir ayudar, porque habíamos aprendido, sin que nadie nos lo dijera, con la simple lectura de la sociedad, que no valía la pena intentarlo, que lo mejor era hacer como si nada y continuar. A los 15 años, mientras me subía a un bus turístico, el chofer me cogió la cola. No dije nada, claro, como lo había aprendido de la manera en que se aprenden aquellos comportamientos sociales que se enseñan sin palabras.

Cuando crecí empecé a conocer mujeres a quienes sí les habían pasado esas cosas que había intuido en mi infancia, y les había pasado sin andar caminando solas por ahí, habían sido abusadas por sus padres o violadas por conocidos en sus propias casas.

Muchas de ellas han crecido con esas imágenes dándoles vuelta en sus cabezas, en silencio, y con el alma adolorida. Algunas han buscado ayuda psicológica, otras sencillamente han intentado pasar la página a su manera y han dejado que la violencia y la agresión se queden en secreto. Las pocas que intentaron denunciar haber sido violadas a los 20 o los 30 años, desistieron al primer intento, por el terror de las preguntas, porque no soportaron que las indagaran esperando confirmar que ellas habían propiciado la violencia.

Sin querer comparar mi infancia con el horror que estas mujeres han sufrido, sí puedo decir que muchas hemos sido víctimas de esos hombres que creen que tienen derecho a mirar nuestros cuerpos como si les pertenecieran porque sí, que creen que pueden decirnos lo que les vengan en gana sin que nosotras tengamos derecho a reaccionar, tan solo esperando que aguantemos porque eso es parte de ser mujer.

No, no lo es, y admiro profundamente a cada una de las que ha salido valientemente a contar su historia, a todas aquellas que han aportado para decirle al mundo que esto no debe pasar y que nosotras tenemos derecho a hablar, a denunciar y que el abuso y las agresiones sexuales no son hechos a los que debemos acostumbrarnos porque no son naturalmente parte de ser mujer.

Por eso son tan importantes los testimonios que han salido a la luz, porque con ellos muchas hemos descubierto que sin ser conscientes de ello también hemos sido víctimas de una realidad silenciosa que interiorizamos desde niñas y que solo ahora adultas podemos volver palabra para poderla transformar.

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