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Queridos ciudadanos,

Tengo unas pocas palabras que necesito sacar de mi alma porque me atormentan cada día cuando salgo a las calles de la ciudad a tratar de ganarme la vida y me encuentro con miradas tan duras.

Me llamo Rogelio, tengo 43 años y vendo aguacates en una misma esquina desde hace cinco años que, por su intensidad, más bien parecen diez. Nací en una pequeña vereda en el campo colombiano en una familia que le debía todo a sus cultivos de papa. Fui a la escuela pero no pude terminarla porque mi mamá ya no tenía con qué seguirla pagando y yo necesitaba aportar algo para que en mi casa hubiera algo de comer cada noche.

Siempre me ha gustado aprender; aun cuando ya no estaba estudiando, durante cada día de trabajo en el campo yo trataba de hacer cosas diferentes y de convertirme una mejor persona. Realmente estaba aprendiendo y estaba logrando sacar adelante a mi familia con todo el esfuerzo de mi cuerpo que, cansado y sin mucha comida, cada mañana se levantaba con la esperanza de que todo cambiara.

Y todo cambió, pero de una forma en que nadie jamás puede siquiera imaginar en su peor pesadilla. Todo lo que mi familia y yo veníamos construyendo durante nuestras vidas desapareció junto con algunos de nuestros seres queridos en un día de terror en que unos hombres armados decidieron borrarnos del mapa.

Y algunos sobrevivimos, si es que lo que ahora tenemos se llama vida. Llegué a una ciudad desconocida, a ver caras que no me decían nada y a tratar de conseguir unos pocos pesos para llevar pedazos de pan a mi esposa, mis hijos, mi madre y mis hermanos que, con el corazón apretado, esperan cada día poder entregarle algo al estómago y dormir sin frío para dejar de pensar en por qué nos ha pasado esto.

No, no soy un perezoso, no pido plata en la calle, no espero que me regalen las cosas. No escogí el lugar en el que nací ni la familia que me trajo al mundo. No estuvo en mis manos el grado de educación al que tendría acceso ni la profesión que quisiera escoger para mi vida. Todos mis días desde que tengo memoria han estado llenos de esfuerzo; esfuerzo por sobrevivir, esfuerzo por ayudar a los que amo, esfuerzo por no quejarme cuando tengo hambre, esfuerzo por aprender a como dé lugar para que mis hijos no sufran y para no ser invisible a ustedes, esfuerzo por no dejarme llevar por la rabia, esfuerzo por no perder la esperanza.

Yo quisiera trabajar en el campo, en medio de esos paisajes hermosos que un día fueron mi vida y que hoy parecen tan lejanos. Pero no está en mis manos hacerlo. Hoy la vida me obligó a llegar a sus bonitas calles en compañía de mi familia porque, como ser humano que soy, no quiero morirme de hambre ni dejar morir a los míos.

Este es mi panorama: no tengo ni grado de bachillerato, mi experiencia son mis sembrados de papa en el campo, tengo una familia que mantener, mis conocimientos se limitan a saberes campesinos que en sus ciudades no parecen ser tan útiles como yo un día los sentí…

¿Cuáles son mis esperanzas en estas calles? Eso es lo que he tratado de descubrir desde hace cinco años durante cada uno de los segundos en los que, bajo la lluvia o el sol, con el estómago vacío, con el corazón oprimido, con un hueco por dentro, con el miedo de la soledad, con el dolor de las lágrimas de los que quiero, pero con la esperanza de mi condición humana, he vendido aguacates en la misma esquina.

Les escribo entonces, no para pedirles dinero, ni para pedirles ayuda; no para quejarme por mis males, que nada tienen que ver con ustedes; no para convertirme en una voz más de esas que ya no suenan en medio de tantas desgracias; sino para implorarles que, por favor, no asesinen mis esperanzas ni destruyan las fuerzas que me quedan con sus miradas de hielo que parecen no verme pero a la vez quererme encontrar para desaparecerme.

No hagan más difíciles los eternos segundos de mis días. Lo único que pido regalado es una sonrisa, un gesto que me haga saber que, por encima de cualquier otra cosa, tanto ustedes como yo somos seres humanos.

Solo una sonrisa.

Por favor.

www.catalinafrancor.com/blog

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