Ante la furia –o la tristeza y la desolación expresadas con ferocidad– de la naturaleza no podemos hacer nada. A pesar de los avances que hayamos alcanzado, nos informan que se vienen el viento y el agua enfurecidos y, aunque lo sepamos, solo nos queda esperarlos como el niño que se sienta en el rincón con la mirada baja porque se sabe culpable. Ahí sí estamos solos, ahí sí somos una misma humanidad capaz de reconocerse en los sentimientos comunes e incoloros del asombro y el terror, un grupo vulnerable de muñequitos diminutos con sus construcciones inútiles y expectantes ante el enojo de esa verdadera casa a la que no nos cansamos de golpear.
Esa casa enorme, llena de maravillas y gratuita en la que cabemos todos es la que, paradójicamente, valoramos menos y damos por sentada, la que menos cuidamos, la que dividimos según las pobres, ambiciosas e inhumanas ideas de los hombres, de manera que allí donde había espacio para todos, para compartir y enriquecer esas maravillas creadas por la casa sin pensar en las obsesiones de sus habitantes, pareciera que ya no cabe casi ninguno.
Entonces la casa no entiende y se entristece y se enfurece. Se pregunta qué les pasa a esos hombres si les diseñó y construyó desinteresadamente los más amplios y hermosos campos y mares y cielos y bosques, y después los llenó de árboles y flores y pájaros y mariposas y peces, y además permitió que crecieran frutos de todos los colores y sabores, y puso todo aquello a disposición de su creatividad y buenos sentimientos, contando y confiando en su supuesta racionalidad o, mejor, en su humanidad.
Lloran hoy los mares y los árboles y los pájaros y las nubes y los caballos y las montañas. Les hemos hecho daño. Y lo seguimos haciendo. ¡Pobres, están condenados a compartir una misma casa con nosotros, no tienen más a dónde ir! Y entonces lloramos también los hombres porque nos envuelven sus lágrimas, llenas de dolor y desilusión, colmadas de incertidumbre.
Se entristece y se enfurece nuestra casa cuando le agradecemos dividiendo y destruyendo sin pensarlo su majestuosa y única creación.
Es una sola, que no se nos olvide.
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