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En diciembre 20 de 1993 me quemé mi pierna derecha, y recordándolo todo no entiendo cómo hoy puedo caminar y andar en bicicleta todos los días tan campante. Todo el mundo tiene sus propios infiernos: para unos es que su conexión de internet no es suficiente para ver videos en alta resolución; Para otros es que no tienen plata para comprar comida suficiente para un día; para mí es el recuerdo de meses sin poder caminar por culpa de un día de diciembre en que me quemé la pierna con pólvora. Después de que mi hijo me preguntara por qué tenía un pedazo de piel de mi pierna dañado, caí en cuenta que nunca había escrito sobre ese momento fundamental de mi vida, y vale la pena describirlo con todo el detalle pero en varias partes (no tengo el valor para hacerlo de una sola sentada). Creo que va a ser desgarrador, pero también que va a servir para aprender una que otra cosa (y para mí, recordar lo que tenía guardado en un ático de mi cerebro hace veintitrés años y que hoy recordé casi completo).

Odio diciembre y no he podido cambiar ese sentimiento. En diciembre se murió mi primo preferido, en otro diciembre me corté mi pierna izquierda y la mitad de mi brazo del mismo lado, y entre esos dos episodios también en diciembre me quemé mi pierna entera. Antes de que Mockus prohibiera la venta de pólvora en Bogotá, yo iba a las novenas de diciembre y me quedaba adentro cuando salían a tirar voladores porque no aguantaba el olor. Para muchos que recuerdan esa época seguramente recuerdan el olor de la pólvora con nostalgia, casi con el saudade del portugués. Yo lo recuerdo con horror, y lo recuerdo cada diciembre a pesar de no tener un olor real que lo saque a relucir.

Era un olor horrible. Mi pierna estaba quemada y ese olor era como el de kilos de periódico hecho cenizas combinado con sangre y carne. Impregnó la casa entera después de que, por un error de rozamiento de la pólvora, mi pierna se incendió con cien «mosquitos» cuando intentaba prenderlos a escondidas de mi mamá. Los habíamos comprado en cualquier tienda de la calle pero mi papá nos había prohibido usarlos. Tal vez por esa misma prohibición fue que yo le dije a Tatín (mi primo, el que murió también en diciembre) que sí, que saliéramos a prenderlos en la terraza donde nadie nos viera. Avisamos a mi hermano y salimos sin que nos vieran por la puerta de vidrio para botar los mosquitos a la calle desde el tercer piso.

No sé cómo se prendieron. Ni siquiera había prendido un fósforo para empezar a jugar. En la dolorosa arqueología de los hechos que todos tratamos de reconstruir pero nunca pudimos, la interpretación más cercana de lo que pasó fue que el rozamiento de los cien mosquitos en mi bolsillo habían generado una combustión en mis pantalones y que, en el proceso, destruyeron lo que luego aprendería sobre las diferentes capas de la piel y las -dermis que el fuego había carcomido. Destruyeron tanto que, como luego entendí, en la parte superior de mi pierna ya no sentía dolor porque había quemado también los nervios del dolor y por eso se sentía como si nada (el resto de la pierna no, y por eso era lo que dolía como si estuviera muriendo en la hoguera). El resultado fue una pierna negra, que parecía un miembro engangrenado descompuesto entre los diferentes grados de quemadura y que, si no llegábamos rápido a la clínica, me la iban a tener que amputar como en pleno siglo diecinueve.

(continúa aquí)

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