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Algunos ingenuos esperábamos que, en medio de un acto inusual de gallardía, el expresidente Uribe reconociera que se había excedido en sus palabras y que no tenía prueba alguna para argumentar que el periodista Daniel Samper Ospina es un violador de niños, como había señalado a través de su Twitter.

Pero dentro de la mentalidad de los más radicales líderes, inclinados por las acusaciones autoritarias antes que por los debates de la democracia, aceptar una equivocación no es una posibilidad. Cayendo en cuenta de la avalancha de críticas que comenzaba a recibir a través de Twitter luego de arremeter contra Samper Ospina, Uribe publicó en sus redes sociales un comunicado que reiteraba el horror desmedido de sus palabras iniciales.

La explicación es simple: para Uribe reconocer un error no es un acto propio de los valores humanos y cristianos que tanto dice representar, sino una derrota política que pone en duda la estabilidad de su imagen mesiánica entre sus seguidores. Es por eso que, como tantas otras veces, decidió hundirse con la calumniosa acusación que había postulado contra Daniel Samper, antes que reconocer que había trascendido todas las líneas que definen lo tolerable.

Lo peligroso en el mensaje de Uribe y en las publicaciones de apoyo que recibió de parte de sus escuderos políticos, que repiten y defienden cada una de sus tesis, es que legitiman la mentalidad del ojo por ojo, que ha sido una de las causas directas de la violencia en Colombia. A la hora de explicar las razones de la ofensiva publicación sobre Samper Ospina, voces diversas entre el uribismo aseguraron que se trataba de una respuesta del exmandatario ante la satirización de la que era objeto en sus columnas. Y de acuerdo con esa lógica, lo más natural, entonces, era devolver con un golpe más fuerte.

Con el objetivo único de destruir la honra y el nombre de Daniel Samper, Uribe lo calificó como violador de niños, uno de los crímenes más espantosos que puede concebir un ser humano y, sin duda, el que mayor rechazo es capaz de generar entre la sociedad. Y aunque nunca antes Uribe había acusado a alguien de ser un violador, sí ha tildado a varios de sus críticos con etiquetas cargadas de odio y sin prueba alguna que las respalde, buscando asociarlos con las guerrillas y la mafia.

Porque Uribe siempre ha sido consciente de que cada una de sus palabras goza de una resonancia que cualquier dirigente mundial envidiaría. Y aunque sabe que los pronunciamientos de un líder deberían venir acompañados de responsabilidad, ha preferido que éstos tomen forma incendiaria y violenta. De esa manera, ha logrado enviar dos mensajes cargados de profunda agresividad al país: a los periodistas que hemos decidido abrir el debate frente a su estilo de liderazgo y gobierno nos reitera en esta ocasión que si lo enfrentamos nos va a atacar con calumnias dirigidas al blanco más sensible, que es el honor. Y a sus partidarios les recalca que devolver una agresión con otra más fuerte no solo es una práctica válida, sino también legítima.

Todo esto deja claro que hace mucho tiempo Uribe dejó de ser un líder político, abanderado de los sueños y las esperanzas de millones de ciudadanos, y se dedicó a propagar el discurso del odio y a apelar a los miedos que más atemorizan a los colombianos.

No deja de ser preocupante que en medio de la polarización que atraviesa el país, en medio de un difícil proceso de paz y de cara a unas reñidas elecciones presidenciales, uno de los responsables de la radicalización sea precisamente un expresidente de la república, de quien se esperaría un ejemplo insuperable de mesura y respeto.

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