La niña del vestido colorido corría en el campo sin mirar atrás. Esquivaba charcos y troncos caídos. Saltaba y espantaba con sus manos los cabellos sobre su vista. Sin saber adónde ir ni por donde ir, la niña solo corría. Lo hacía sin detenerse, como escapando de algo, pero sintiéndose feliz.
Su camino, ya marcado por el pasto peinado a ras de tierra, pedía que volviera a casa. Mamá la esperaba hace un tiempo para completar los verbos de español que la profe Tania le había dejado de tarea. Sabía además, que mamá se pondría furiosa si al volver a casa, la sopa de caracoles servida sobre la mesa se enfriaba y, mucho más, si su hermano menor seguía sin recibir el tete.
Aún así, la chiquilla no quería volver. No quería tarea, tampoco sopa, responsabilidades ni mucho menos regaños. Ella quería seguir corriendo. Quería perseguir pájaros, tirarle piedras al río, caer sobre hojas secas, saltar ramas y agarrar el lodo con sus manos. La chiquita buscaba escapar de no jugar.
Con el viento soplando frío y las nubes debilitando la luz, la oscuridad empezó a asomarse. La niña del vestido colorido decidió que era el momento de regresar.
Se detuvo por fin. Y al dar media vuelta, reinició la marcha, esta vez, con más prisa. Ya no jugaba a patear piedras en el camino, ni a pisar las hojas secas. El semblante de mamá era su nueva preocupación. Con afán vehemente y celeridad, andaba por el campo recordando los verbos de la tarea, como queriendo recuperarle al tiempo unos minutos.
Ya cerca de casa, oyó gritos preguntando por su nombre. Con fuerza, sacudió sus brazos al cielo para hacerse notar mientras seguía andando. La madre salió a su encuentro. Pero antes, la se detuvo para desviar su mirada hacia un desnutrido matorral. Mamá alterada reclamaba la nueva desatención, mientras su hija, hipnotizada, señalaba la razón de su desvío.
La chiquita, con rapidez se acercó y se agachó sin importar que las ramas arañaran su cara. Abrió espacio en medio del arbusto y recogió un balón entre sus manos. Emocionada, pensó que si no la castigaban, tal vez, mañana podría salir a jugar con él. Con esa misma excitación, botó la pelota justo al frente para enseñarla a mamá.
La señora voló de espaldas y con fuerza cayó sobre una carretilla. La niña por su parte, jugó por última vez. Un balón bomba, montado por la guerrilla, había detonado nuevamente en Colombia.
Queremos niños corriendo a ser felices, no corriendo a escapar de no jugar.
Diego Hernández Losada.
foto: eranecesario.com
Realidades que tristemente olvidamos y le restamos importancia. La felicidad de nuestros niños debe ser la prioridad diaria, que sus mentes nunca se cansen de crear, sus corazones de brillar y sus carcajadas de sonar.
Excelente relato, ninguna queja o reclamo. Felicidades, abrazo.
Califica:
Triste, cruel y cruda realidad. Así suelen ser las vidas de los campesinos en nuestro país. Ánimo con tus historias, saludos. 😀
Califica:
Una anecdota con palabras precisas y llenas de realidad.. un abrazo
Califica: