Pocas veces suelo tener la oportunidad de descubrir un buen restaurante y contar con la fortuna de sentarme a hablar con el dueño del negocio. En pocas ocasiones me refiero en mis escritos a un sitio en específico, y más bien trato de hacer listados para ser democrático y que no me tilden de sesgado. Pero cuando ayer publiqué unas fotos en twitter resumiendo en 140 caracteres la historia del restaurante de comidas rápidas «El Busetero», la reacción fue tan favorable que me decidí a escribirla antes de que alguien se me adelante.
José Lizarazo, un joven bogotano había probado suerte en la universidad fallidamente dos veces. Su padre, un exmilitar pensionado, después de retirarse se dedicó al negocio del transporte público, pero aspiraba a que su hijo tuviera un futuro mejor manteniéndolo alejado del ambiente de los buses, los trancones y los turnos extensos detrás del volante. Pero José tenía un sueño, su madre le había inculcado el amor por la cocina, una carrera costosa y que su padre no iba a patrocinar después de haberle hecho perder plata en semestres de ingeniería mecánica, y electrónica y comunicaciones. Por esa razón, y a escondidas de su progenitor, decidió buscar recursos para pagarse sus estudios; contactó a una conocida que también tenía busetas y colectivos, y pronto estaba en las calles de la capital, recogiendo pasajeros y ahorrando para inscribirse en la academia Verde Oliva. En esos múltiples trayectos conoció a Alejandra Manjarrés (hoy en día su esposa), una estudiante de enfermería a quién le hizo «cambio de luces» desde el primer día que la vio, y a la que invitaba a ocupar el puesto de acompañante para poder hablar con ella y conocerla más.
Pronto el lazo se hizo fuerte y aquella muchacha siempre tomaba el bus a la misma hora y en el mismo paradero. Ella le ayudaba a cobrarle a los que se subían a su vehículo, y entre risas bromea diciendo que nunca le pagó un pasaje. Pero ya retornando a la seriedad reconoce que ha sido fundamental en su vida, alentándolo en su objetivo, promoviendo el ahorro juicioso para que pudiera lograr su meta, y alejándolo de ese ambiente pesado de derrochar el producido en cerveza, tejo y amigos falsos que no aportaban nada. En turnos largos a José le quedaban libres hasta $150.000 que le daba a su novia para que se los guardara. Después lo acompañó a matricularse y a hablar con la dueña de los buses para que le cuadrara los turnos en la noche y así poder estudiar en las mañanas.
Lo acompañó en momentos difíciles en su estudio cuando en una materia en donde enseñaban administración de restaurantes, las matemáticas no le entraban ni por ósmosis. Ellos pensaron que era solo picar ingredientes, hornear postres y mezclar sabores, desconociendo que en esa carrera enseñan integralmente sobre el tema, graduando profesionales capaces de montar sus propios negocios. En ese momento empezaron a moldear la idea de un restaurante que hiciera un homenaje a muchos que se dedican al oficio de recoger pasajeros en una ciudad ruda y estresante como Bogotá.
Ya habían tenido dos intentos en el barrio Villa de los Alpes y en el municipio de Mosquera, sin el éxito al que ellos aspiraban. Fue entonces cuando se acordaron que al término de esas jornadas extensas de conducción, él después de entregar el carro en la empresa Cootranspensilvania en Ciudad Montes, la invitaba a comer burritos, hamburguesas, pizza o perros calientes en esa avenida principal del barrio que es la octava sur. Averiguaron un local y hace tres meses inauguraron el negocio de sus sueños, con el concepto que siempre quisieron y con la decoración que detenidamente habían planeado. Querían que los comensales al ingresar al sitio sintieran que estaban abordando un bus; por eso a la entrada del restaurante encontrarán una registradora, barandas iguales y de las que uno se sostiene cuando va en transporte público, ventanas en las paredes con fotos de Bogotá, tablas con las rutas antiguas como «Germania, avenida 19, Concordia» y otros finos y pulidos detalles que hacen novedoso y agradable el ambiente.
Ya en cuanto a la carta que iban a ofrecer a sus clientes, sabían que las porciones tenían que ser grandes. Camioneros, buseteros, taxistas y en general conductores de servicio público, tienen fama de tener apetito voraz y comer en ocasiones exageradamente. No por eso descuidaron la calidad de los ingredientes; nuestro amigo Lizarazo aprendió en la universidad dónde conseguir los mejores proveedores y a los mejores precios para hacer sostenible el negocio. Por eso visita diariamente la plaza de Paloquemao buscando siempre poder brindar en sus menús cosas no solo gigantes sino agradables al paladar.
Pero ellos no le apuntaban solamente a los que se identificaran con su concepto; finalmente uno se puede sentir atraído como conductor o como pasajero. Y esos últimos son los que más están frecuentando el lugar. Los fines de semana van familias enteras que comparten los platos por lo grande de las porciones. Padres de familia le cuentan a sus hijos cómo era el transporte público en el pasado, pues ellos solo conocen SITP o Transmilenio y nunca se tuvieron que subir agachados a un colectivo, nunca vieron unos dados de peluche colgados en el espejo retrovisor del conductor o no tuvieron que leer letreros como «si su hija sufre y llora, es por un chofer señora», «si me sigue timbrando lo sigo llevando», «pague con sencillo, siga por el pasillo y cuide su bolsillo», «solo si el niño es hijo del conductor, no paga» o «es acto de cobardía, dañar la cojinería».
Mientras los «clientes-pasajeros» esperan que el pedido llegue a la mesa, los trabajadores del lugar ofrecen juegos de mesa como parqués, tetris de esos antiguos para los niños, y el que más me gustó a mí: ¿alguna vez ustedes jugaron «STOP» con sus hermanos o primos? Se escogía una letra y uno tenía que escribir rápidamente un color, una fruta, una ciudad, una cosa, etc. Pues se ha vuelto tan popular en el sitio, que los fines de semana hacen torneos de este antiguo juego y al campeón se le obsequia un combo de hamburguesa u otro producto de la carta.
Les dejo la carta, inspirada en esos tradicionales tableros que indicaban las rutas y los barrios por los que pasaba ese bus antiguo de empresas como Sidauto, Copenal, Sotrandes o Transportes Panamericanos. Los tamaños de perros, mazorcadas, hamburguesas y demás los pueden escoger entre «corriente», «colectivo» o «ejecutivo», si es que pueden con este último.
«El Busetero», en la calle 8va sur No 39-12, una idea original y muy bogotana que merece que le vaya bien. Como dice Franco de Vita en una canción…a José Lizarazo entre el rojo y el verde del semáforo, ¡si le quedó mucho tiempo para soñar!
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Qué bonito emprendimiento, importante que se hace enfasis en ideas originales y ganas de hacer las cosas, aquí nunca se hizo relevancia en el cuánto se necesitaba. Qué buena lección para los que no nos atrevemos porque, según decimos, ¡eso pa ser empresario se necesitan mucha plata!
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Pero, exactamente, dónde queda? (dirección) ¿?¿?
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Usted me acaba de hacer caer en cuenta del dato más importante jajajajaja. Ya lo puse en el artículo, es calle 8va sur No 39-12 Ciudad Montes. Gracias por su oportuna apreciación.
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Se ve simpatico, cuando vaya a Colombia ensayo ir.
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