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Cuántas muertes y cuántos daños nos hubiéramos ahorrado si nuestras charlas de café o nuestras soluciones de bar no fueran más que buenas intenciones o poses de ocasión.

Sin embargo, la vida se nos va en el vano intento de llenar de luz el mundo, sin arrancar primero por darle un chorrito de luminosidad a nuestros rincones. Hablar, escribir, opinar, juzgar, adjetivar sobre la paz del mundo o de Colombia, sobre las hambrunas en África, los refugiados de Siria, la crisis de agua en la Guajira o la importancia de las Kardashian o Maluma no pasa de ser una disertación argumentada o una oda a la bobada, según sea el caso, pero en términos prácticos no soluciona nada más allá que una prueba del Ecaes o una charla de coctel. No se trata, ni mucho menos, de no tener una opinión formada, la mayoría de las veces como un fruto madurado del ejercicio ecléctico de saber y comprender, pero tampoco de creer que por transformar el conocimiento o la ignorancia, en un discurso, estamos cambiando el mundo.

La incoherencia y los delirios de grandeza son las mantas que nos cubren porque mientras opinamos y decimos sobre lo humano y lo divino, nuestra propia vida suele ser un mar de dudas: hablamos de inclusión y de igualdad con fruición, mientras damos un tratamiento de tercera a aquellos que consideramos por debajo de nosotros. Se nos llena la boca al hablar de tolerancia pero odiamos discutir con aquellos que piensan diferente. Opinamos sobre la felicidad de los demás, pero nuestra vida es una mierda, criticamos la moda de los demás con nuestras medias rotas y ofrecemos soluciones ingeniosas a los problemas de los otros pero lo de nosotros es no saber nadar en nuestro propio vaso de agua. Sabemos y decimos sobre el cambio climático y no somos capaces de calmar nuestra propia sed. Somos expertos en la paz mundial y no queremos batallar nuestras propias guerras. Hablamos y pontificamos sobre lo que creen los demás pero nuestros demonios nos tienen atrapados. Y así se nos va la existencia ofreciendo soluciones de papel vestidas de origami, barquitos de papel que el viento arrastra.

Somos expertos de café, elocuentes oradores de sobremesa de domingo, lo que de alguna manera nos quita la responsabilidad de hacernos cargo de lo que en realidad está a nuestra mano transformar. Tal vez, entonces, no se trate de montar una hidroeléctrica sino tan sólo de dejar prendida la luz de nuestra casa.

 

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