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La seriedad de un país se mide por la calidad del pan que se come. Al final, en todas partes hay políticos corruptos, economías quebradas, enfermedades incurables, fiscales descarados y alcaldes insensatos. Pero buen pan, no siempre.

No siempre se puede hablar de cosas banales como la política nacional. Hoy hay que hablar de un tema realmente serio

Colombia es un país con buena tradición. Según la Federación Colombiana de Molineros de Trigo, FEDEMOL, en Colombia el consumo anual de pan por persona oscila entre 23 y 25 kilos. La Revista La Barra calcula que cerca del  70%  de los colombianos lo consume a diario. El 91% lo come al desayuno, el 8% a las medias nueves y el 4% al almuerzo. El Eje Cafetero y Antioquia son las regiones que tienen el indicador más bajo de consumo debido a que acostumbran a comer más arepa que pan. En Colombia existen aproximadamente 25 mil panaderías. El primer lugar lo ocupa Bogotá con cerca de 8.000,seguida de Cali con aproximadamente 2.500.

Cifras como estas lo que indican a las claras es que la noticia que  en los próximos días se va a acabar el pan de $200, por culpa del precio del dólar, es una verdadera tragedia nacional.

Y es que el pan colombiano es  multirracial, pluriétnico y poliestrato. Es barato, tiene uno que otro nutriente, es asequible, pero sobre todo, llena. En épocas de crisis, con un desempleo galopante, con el odio exacerbado, y la bobada a flor de piel, el pan mitiga el hambre, la distrae y la entretiene. Dos panes blanditos y un café, enredan a cualquiera y valen menos que un pasaje en Transmilenio y por lo menos se evita el manoseo. Un pan, un vaso de agua y un abrazo no se le niegan a nadie.

El pacto nacional que propone Duque, debería ser en torno al pan. Ricos y pobres, negros y blancos, uribistas y petristas,  se congregarían y  unirían ante el olor a pan caliente, que sabe lo mismo en la panadería  de barrio que en uno de los restaurantes de los Rausch. Muchos creen que la paz empieza en casa, pero en realidad arranca en la puerta de un horno de panadería. Para no ir tan lejos, Venezuela es un país que ha privilegiado las arepas por encima del pan y así les ha ido. Tal vez si produjeran pan y petróleo, su destino hoy fuera otro.

¿Habrá algo más deprimente que el pan tajado en bolsa?

Acá  perdimos el rumbo cuando los supermercados empezaron a vendernos pan en bolsa, una hogaza tonta, insulsa, desabrida, anodina y baladí. Nos llenamos de un pan que es menos que una baba y de alambritos que no sirven para nada. Las panaderías de barrio también se corrompieron y llenaron de levadura ese manjar. Lejos quedaron los panes que pesaban, con los que fácilmente uno escalabraba al compañero, porque hoy son aire, migajas  y boronas. La vieja tradición de salir un domingo a comprar un baguette de pan francés, ha ido perdiendo parte de su encanto.

Sin embargo, aún es tiempo de enderezar el rumbo. Que el gobierno ataje el dólar, que penalice al que venda panes duros, que castigue el pan en bolsa, que reivindique  este orgullo nacional. Podemos soportar que se haya acabado la  columna de Coronell o incluso la Champions, pero si se acaba el pan de $200, estaremos condenados  al fracaso.

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