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8. Crónicas de la Candelaria.

Humildes, los artistas del grupo de teatro campesino de Saravena pidieron a sus colegas llegados de Bogotá que antes les dejaran presentar una obrita que habían creado para contar cómo y porqué se habían asentado en semejantes lejanías.

El elenco capitalino accedió con gusto. Saravena era una veintena de ranchos al lado de una pista que, de mes en mes, recibía un destartalado avión militar en el piedemonte de la Orinoquia colombiana, contiguo a la frontera con Venezuela.

La comunidad, conformada por campesinos inmigrantes, acostumbraba reunirse por la noche para charlar de sus asuntos, cantar coplas y uno que otro baile, casi siempre con la asistencia de algunos U´wa, nativos sobrevivientes de la zona.

No bien terminó la actuación de los locales esa noche, a comienzos de 1973, en el solar de una casa de bahareque, los visitantes saltaron dichosos. Acababan de presenciar la parte faltante del trabajo que al día siguiente debían mostrar su segunda creación colectiva: La ciudad dorada.Calles de la ciudad dorada

La primera creación colectiva, Nosotros los comunes, tuvo una acogida extraordinaria en todo el país. Igual en Chile, Perú y Ecuador, donde se exhibió por invitación de las centrales obreras. Se hicieron cerca de 400 funciones en poco más de un año.

También recibió, como era de esperar, severos calificativos de “populista” e “intento de retorno demagógico al costumbrismo”, por su “poca sofisticación y demasiadas alpargatas en el escenario”.

Buena parte del público -conformado en su mayoría por estudiantes, vecinos del barrio, obreros, amas de casa y activistas sociales-, se mostraba partidario de incorporar al teatro los conflictos urbano-rurales que estaban al orden del día.

Del pueblo para la ciudad

En la semana previa al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el arquitecto Manuel de Vengoechea fue designado alcalde de Bogotá. Aturdido por la pavorosa tragedia, abandonó la ciudad sin explicaciones y el cargo fue ocupado de nuevo por un sagaz político y negociante, Fernando Mazuera.

Según un inventario ordenado por Mazuera y divulgado por la prensa local, a raíz de los incendios que siguieron al asesinato de Jorge Eliecer Gaitán el 9 de abril de 1948, fueron destruidos 136 edificios en Bogotá.

Las cifras eran, evidentemente, falsas. Se contabilizaron como pérdida total, inmuebles que apenas sufrieron daños mínimos. Así se abrió paso al derrumbe, sin posibilidad de restaurarlas, de construcciones representativas y extensos predios urbanos fueron vendidos a precio de baldíos inhabitables.ciudad encarcelada

En lotes antes ocupados por solariegas mansiones santafereñas, se levantaron modernos edificios. Comenzó la construcción de grandes avenidas. Mazuera acabó el tranvía y en su lugar impuso el transporte público por autobuses.

Sobre humedales desecados, aparecieron urbanizaciones –construidas por empresas propiedad del alcalde- que querían imitar los suburbios estadounidenses. Mientras tanto, los obreros de la construcción, en buena parte de origen rural, resistían el hacinamiento en arrabales o inquilinatos insalubres.

Para afrontar esa situación se organizaron diversas luchas por la vivienda, el transporte y el acceso a los servicios públicos urbanos. En 1961, comenzó la invasión de unas tierras al sur del Hospital San Juan de Dios donde se fundó el barrio Policarpa Salavarrieta, la Pola.Invitación

Tras varios intentos de desalojo, el viernes santo de 1966, la comunidad repelió con firmeza un nuevo ataque de la fuerza pública. Esa victoria significó un avance en la lucha social por la vivienda y, de hecho, consolidó a la Pola como ejemplo a seguir en otras partes del país.

Del campo para el pueblo

Los bogotanos con más de tres generaciones nacidas en la ciudad, se cuentan con los dedos de las manos y, a veces, con los de los pies. Los primeros tienen voz y voto en los eventos decisivos para el país. Comparten apellidos, jolgorios y negocios con empresarios, embajadores, magistrados, obispos, militares y políticos.

Detrás de esa casta, toda una trama de intereses y ambiciones entre ocultas y públicas, despliega sus tentáculos. Las élites de provincia siempre han tenido residencia en la capital, entre otras cosas, para ganar acceso, influencia y relaciones con quienes definen el rumbo, tranzan e imponen, juzgan y ponen límites.

Al otro lado, separado por una suerte de frontera real y simbólica, está el sur. Habitado en su mayoría por una población múltiple, compleja y poseída de un inefable deseo de volver a la tierra de sus ancestros.

Una amplia gama de bogotanos de a pie, ubicada indistintamente a ambos lados de la difusa frontera (los que disfrutan de la ciudad cuando miles salen a fiestas de retorno a sus queridos hogares en particular al cambio de año), de lengua perspicaz y gestos discretos y algo pretenciosos.

Las familias campesinas no emigran por gusto a la ciudad. Abundan los perseguidos por la pobreza, el abandono y la violencia oficial que buscan amparo frente a los abusos de terratenientes, militares y gamonales.

En la ciudad la guerra tiene otra cara. Es solapada y marrullera, pero no por eso deja de ser guerra. Allá las bandas criminales queman las siembras, persiguen y masacran. Aquí, suponen, algún escudo encontrarán en los extramuros los sobrevivientes del despojo.

Aunque no haya trabajo, casa ni comida, con oportunidades casi nulas; tampoco llega la electricidad, ni agua potable y el transporte llega a ser, inclusive, más difícil que en las veredas abandonadas. En sus recuerdos se deshacen el aire y la luz del paisaje rural.

En las lóbregas esquinas asaltan malandrines: vendedores con acento engañoso, culebreros parlanchines y policías secretos. Pasan hombres de gabardina y sombrero agachado. Se oyen disparos, emisoras a todo volumen traen noticias trastornadas, músicas ajenas, remotos cataclismos.

Dolores, la madre de La ciudad dorada, en el monólogo final recuerda la parcela familiar antes de tener que irse a Pueblo Rico, el nacimiento de los hijos… todo. Y se pregunta:

Si alguien escribiera sobre nuestra vida,

¿cómo la pondría?

¿les haría creer a los demás

que nuestra vida

es como un cuento que él mismo se inventó,

algo así como una mentira bien contada?

Tal vez eso pasaría.

Y uno sin poder decirle a nadie que esta

vida es de verdad,

que esta vida la llevamos muchos

hace mucho tiempo…

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