Esa mañana los teatreros de La Candelaria no la dedicaron, como es usual durante los últimos 50 años, a ensayar. Llegaron, eso sí, puntuales al teatro. Vistieron trajes de actuación y salieron orondos a las calles céntricas de Bogotá a celebrar con su público la llegada al medio siglo.
Repartieron el consabido ponqué (pagada de sus propios y menguados bolsillos) a los amigos y transeúntes que deambulaban por la Plaza de Bolívar en ese momento. Pocos allegados se enteraron de la improvisada cita. No hubo tiempo para una amplia convocatoria. La cosa tocó organizarla de improviso.
Improvisar es un arte
En la actuación escénica, la improvisación es punto de quiebre efímero y elocuente: traza una genialidad o inaugura un desastre.
Como cuando a Quevedo se le quiebra de más la pata coja y la golpea con el bastón mientras dice “hideputa pata”. El accidente –por azar- quedó grabado la primera vez que se produjo. No aparece, ni por señas, en el texto de “El diálogo de El Rebusque”. Pero, desde aquella ocasión, el actor que representa al poeta español lo incorporó a su papel.
Los candelarios resolvieron salir a la Plaza de Bolívar a repartir abrazos y ponqué también para manifestar su rechazo a una medida, irracional como todas las del poder, por la cual el ministerio de cultura les quitó (también al Teatro Libre) el status de “sala concertada”.
Desconcertados
La pomposa designación de “sala concertada” es, en realidad, una caricatura de “ayuda” estatal al teatro. Consiste en un contrato mediante el cual, el ministerio del ramo entrega unos dineros a cambio de un número determinado de funciones, talleres, giras, etc.
En los afiches, programas de mano y al saludar al público, se debe agradecer el “apoyo” del ministerio y compensar el “aporte del erario” con avisos publicitarios. Con los altos cargos nada es gratis.
La Candelaria, de haber obtenido la condición de “sala concertada” en esta ocasión, recibiría algo más de 30 millones de pesos. A cambio, presentaría 72 funciones con su elenco, más otras de grupos invitados y dar 60 horas de formación especializada, producir un libro (incluida la redacción, corrección, edición, diagramación e impresión), de “adoptar” un grupo visitante y efectuar sesiones didácticas con el público.
Todo minuciosamente detallado en la minuta del contrato, con recibos de pólizas, fotocopias de cédulas, registros tributarios, parágrafos e incisos, existencia legal según cámara de comercio, personería jurídica, antecedentes, formatos correctamente diligenciados según las normas ISO de calidad total, más sus correspondientes anexos. Sólo faltaba una firma: exactamente dos firmas.
Estupidez insubsanable
Lo usual en estos casos (lo saben quienes han padecido los trajines de un contratico con cualquier entidad de la administración pública), es que el funcionario de turno estampa su rúbrica ANTES de que lo haga el aspirante a contratista. Luego se le entregará la copia, firmada por su eminencia, para que ponga la suya DESPUÉS.
Parece un asunto de menos cuantía. Y lo es. Pero, en este caso y ante la indignación manifiesta de muchos ciudadanos, los burócratas del mincultura decretaron que la falta de la firma del representante legal al pie de la minuta del contrato era un error “insubsanable”.
Una acción es insubsanable cuando es imposible o no factible de remediar. En este caso el asunto se habría resuelto con una llamada telefónica, o un mensaje por correo, por medio del cual se le invita a acercarse al despacho a firmar el contrato y, de paso, a recibir los agradecimientos del titular de la cartera por todo lo que han hecho y lo que harán en pro de la cultura, de la nación, de la gente, de la historia y que esto es muy poco, insignificante, casi nada, pero es con buena voluntad y mucho cariño. Pero no.
Cosas parecidas, se dirá, pasan en el deporte con los premios y reconocimientos a atletas que se destacan en competencias internacionales; en educación, ciencias y artes con becas y subvenciones a estudiantes e investigadores. Es cierto: en todas las actividades, cuando las llevan gentes con talento y persistencia pero sin apellidos ni relaciones rimbombantes, toca trabajar sin ningún respaldo de las instituciones y, las más de las veces, en su contra…
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