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Reinaldo es un chico filipino que trabaja para una gran compañía de cruceros como asistente de cabina, organizando dos veces al día las habitaciones de los pasajeros que llegan cada semana para pasar sus vacaciones en esa ciudad flotante que recorre las aguas del mar.

Pero para Reinaldo no se trata de vacaciones ni de una semana, sino de la mayor parte de su vida. Sus años transcurren en el mar, ya no como algo exótico, sino como una forma de ganarse la vida, una forma bien dura.

Preferí no poner aquí su foto porque por ningún motivo quisiera ponerlo en aprietos, pero sí quiero contar algo de lo que conversé con él. Reinaldo trabaja unas dieciséis horas al día los siete días a la semana durante siete meses seguidos en los que está en el mar recibiendo a turistas diferentes semanalmente. Durante estos siete meses Reinaldo no tiene descanso alguno y no ve a su familia. Al terminar este período de trabajo vienen dos meses de vacaciones en los que puede viajar a su país para ver a sus hijos, que han crecido bastante sin que él haya podido ser testigo del proceso. Pasan muy rápidamente estos dos meses para los cuales se han contado los días durante otros siete de trabajo intenso y es ahí cuando se regresa a esa vida en movimiento, lejos de tierra firme, volviendo a una realidad que es difícil de imaginar.

Reinaldo me cuenta que los dos días finales de cada semana son los más duros, que duerme, más o menos, dos horas y media o tres porque tiene que estar hasta muy tarde en la noche organizando todo en el barco para los nuevos viajeros que deben encontrar el barco en perfecto estado, como si nadie hubiera estado allí antes que ellos.

Además, me cuenta que cuando terminan sus vacaciones llega gordito pero que, rápidamente, empieza a bajar de peso al empezar su rutina en el mar y que después de los siete meses se le cae la ropa, debido a que las jornadas de trabajo son tan intensas, que muchas veces no alcanza a llegar al almuerzo en las horas establecidas, por lo que le toca irse a su pequeño cuarto en la parte inferior del barco a comer un poco de pan.
A pesar de todo esto, Reinaldo y los demás empleados del barco siempre tienen una sonrisa en la cara y saludan a cada persona con la mayor amabilidad, su atención es indescriptible y su trabajo impecable. Al final de la estadía, ellos les piden a quienes atendieron que por favor hagan buenos comentarios en la encuesta que realiza la compañía…Realmente necesitan ese trabajo, así les duela el alma en medio del mar.

Mi conversación con Reinaldo empezó porque un día lo saludé y le pregunté cómo estaba mirándolo a los ojos, mostrándole que realmente esperaba una respuesta, y me dijo con un tono que me dolió algo así como «sobrellevando un día más». Ahí fue cuando me contó todo lo demás, me dijo con esperanza que le faltaban seis semanas para irse a donde su familia -esa es toda su motivación- y, cuando vio que yo me había quedado sin palabras, me animó -¡él a mí!- diciéndome, «bueno, está bien, es la vida en el mar».

Lo que sentí fue como un hueco en el estómago y un nudo en la garganta que no me abandonaron desde que tuve esa conversación con él y que llevaré conmigo por siempre. La situación es, más o menos, esta: en un barco con capacidad para cuatro mil personas hay mil trescientos empleados, la mayoría filipinos, vietnamitas e indios -eso dice bastante del tipo de empleo que es-, que trabajan sin descanso alguno, lejos de sus familias durante la mayor parte del año, comiendo quién sabe qué y durmiendo quién sabe en qué condiciones, mientras observan cómo las personas a quienes atienden -familias y parejas que gozan de tiempo libre juntas- se extasían con abundantes manjares y licor, dejan toneladas de comida que irán a la basura, disfrutan de habitaciones amplias con balcones en las que pueden ensuciar y tirar todo al piso ya que, automática y mágicamente será recogido y quedará impecable, niños que corren y juegan y piden lo que quieran…

Sólo imagino cómo Reinaldo, al igual que Larry un mesero jamaiquino que conocí, José un mesero filipino y otros cientos de seres humanos, observarán siempre saludando y atendiendo con una sonrisa mientras pasan hambre y cansancio, mientras se sienten solos y lejos de todo lo que aman, mientras cuentan los días para llegar a ver a sus familias a entregarles su amor junto con todo eso que han recibido a cambio de ese trabajo que los obliga a estar lejos observando en silencio e impotentes un estilo de vida que no puede contrastar más dolorosamente con ese que llevan los suyos en su país.

Qué dura puede ser la vida en el mar.

www.catalinafrancor.com

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