A mi abuelito Julián
Anoche, acostada en mi cama en medio de la oscuridad de un pequeño estudio en el centro de Madrid, a cientos de kilómetros de todos aquellos que me hubieran dado sus cuidados durante estos días de fiebre, temblor y debilidad, recordé a mi abuelito Julián, pues era el único que podría protegerme por encima de las leyes de la física y de cualquier tipo de distancia.
Sentía dolor en todo el cuerpo y un poco de desesperación. Fue en ese momento cuando llegaron a mi mente flashbacks rápidos y repetidos de hace más de veinte años.
Mi abuelito murió cuando yo tenía cinco. El fue quien me enseñó los nombres de los colores en inglés. Los recuerdos que me llegaban anoche eran imágenes de mi abuelito y yo sentados en el tapete entre la sala y el comedor de su casa, frente a los lápices de colores regados en el suelo. Me acuerdo, particularmente, de un color llamado ‘Escarlata’, un rojo oscuro y fuerte que, en la parte lateral, decía ‘Escarlata’ en letras doradas, gruesas y cuadradas, y que se sentía cremosito al pintar con él. Me parece ver esa barrita mágica con la que aprendí a colorear y luego a pronunciar su nombre para no olvidarlo jamás. Es raro porque me acuerdo de ese color específicamente, ese Escarlata que irá ligado al recuerdo de mi abuelito Julián eternamente, ese Escarlata que vino en mi rescate anoche, como diciéndome: ‘parecería imposible recordar tan claramente ciertas cosas, así como parecería imposible que tu abuelito estuviera hoy abrazándote, pero, ya ves, las recordaste’.
Ojalá hubiera podido hilar más imágenes de ese momento, pero las que recuperé ya son imborrables y son suficientes para dormirme tranquila en cualquier lugar de la tierra.
Gracias, abuelito Julián, por el Escarlata con el que le diste pinceladas a mi alma. Son indelebles.
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