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El próximo Presidente del país más poderoso del mundo tiene el nombre de un pato de Disney. Donald Trump. A su alrededor todo es un reality show. Sí, en serio, el multimillonario que critica a los multimillonarios, que insulta en cada frase a todos los que son diferentes a él (incluida su esposa, que es mujer e inmigrante), que basó su campaña en disparates xenófobos, retrógrados, egoístas e ignorantes como construir un muro en toda la frontera mexicana, prohibir la entrada de musulmanes a la democracia más antigua del mundo, echar para atrás los tratados de libre comercio y deportar masivamente a millones de inmigrantes (recordando las “deportaciones masivas” que terminaron en el exterminio Nazi hace no tanto tiempo como solemos creer), sí, ese es el nuevo Presidente de Estados Unidos.

Ese histérico, impulsivo y ególatra que en plena campaña afirmó que podía decir lo que le diera la gana y aun así ganaría. Será él quien tenga los códigos nucleares de la mayor potencia del mundo, es decir, quien podrá decidir cuándo y dónde utilizar una bomba nuclear contra la gente que no le guste. Será él quien empiece a utilizar el poder de veto de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la ONU, probablemente de la mano de su nuevo amigo Putin, para impedir o dar vía libre a lo que más les convenga desde el punto de vista del poder y el ego, en contravía de los derechos humanos y del bienestar de las poblaciones más vulnerables. Será él quien intente echar para atrás la Reforma Sanitaria de Obama que les permite tener un seguro de salud a millones de personas que no lo tenían; quien convierta a la Corte Suprema de su país en una institución conservadora en contravía de las libertades básicas que ha ido adoptando la sociedad a medida que avanza en la forma de analizar y vivir la vida; quien decida alejarse del resto cuando le convenga y bloquee fronteras y tratados de libre comercio, pero a la vez decida qué guerras y en qué países tiene intereses y cómo actuar frente a ellos; quien retroceda en relaciones tan complejas que hoy están mejor que antes, como las de Irán y Cuba, con las repercusiones que eso tiene para la humanidad; y quien decida, también, cómo será el apoyo al proceso de paz y al cada vez más lejano posconflicto en Colombia (ya Uribe lo llamó “Presidente Trump”, aunque todavía no lo sea, porque sabe que a los líderes como ellos los enloquecen esas glorificaciones –a él aún algunos lo llaman “Presidente Uribe”–, y habló en esa misma frase en otros de sus términos favoritos como el “narcoterrorismo” y la “tiranía de Venezuela”).

Ese ser ignorante, a quien le tienen sin cuidado el futuro de su país y el del planeta mientras pueda demostrar que es capaz de todo por más fondo que toque con sus afirmaciones (y, ojalá que no, con sus hechos), será el hombre más poderoso del mundo. Sus caprichos podrán reencaminar y cambiar el camino de su país, de 330 millones de habitantes, y sí, el del mundo.

Triunfos como ese, además de todo lo anterior, no hacen sino fomentar la violencia entre las personas y las culturas, el insulto al diferente, el odio al otro, los actos xenófobos y la defensa de los territorios y los “derechos exclusivos” por parte de algunos frente a otros que “no los merecen”, que son menos ante sus ojos.

Con este vacío y esta incertidumbre se instala la desesperanza y perdemos todos. Pierde la humanidad, que se aleja cada vez más de su esencia social y compasiva, y de los derechos fundamentales que ha defendido como la libertad, la vida y la búsqueda de la felicidad; pierden los pueblos que se han unido para ser más ricos y más viables; pierde profundamente la democracia que hoy, más que nunca, enaltece la estupidez del ser humano.

 

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