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Me gusta rescatar cucarrones, mariposas y abejas en problemas (también arañas de las esquinas de las duchas, sin ir a hacerles daño, así haya que correr con ellas montadas sobre un palito hasta ponerlas –y ponerse– a salvo). Con el mayor cuidado, como si fuera la tarea más importante del mundo, desenredo pedazos de telaraña de las patas de los cucarrones y utilizo herramientas largas e inusuales para alcanzar las partes altas de las paredes y ventanas y así liberar las abejas y mariposas que, exhaustas, han quedado atrapadas allí.

Siento una forma de felicidad que no se consigue de otra manera cuando vuelan libres y se pierden en el verde de los árboles, y cuando los cucarrones retoman su rumbo, despacio, celebrando el volver a caminar sin dificultad. También me gusta recoger cardos que han caído de los árboles y acomodarlos en nuevas ramas en las que puedan volver a vivir (incluso ponerles ramitas secas entre sus hojas, que con la lluvia se descomponen y se convierten en su alimento). Uno cree que solo los ha salvado a ellos, pero ha salvado, también, un poco del alma humana, un poco de uno mismo.

Si algo me dejará el revolcón que ha vivido la humanidad –que no el mundo– con sus días de cuarentena, es la convicción de mi deseo profundo de vivir más cerca de la naturaleza y más despacio, necesitando mucho menos, disfrutando más cada instante y lejos de concepciones de éxito gastadas y ajenas.

Sentir cada segundo que estar vivo es un regalo, y querer más tiempo de cada día de esos lentos para vivir despacio, es la mayor constancia de que algo en la propia vida funciona bien, de que la vida, sin más, está ganando.

Esta mañana, en el campo, abrí la puerta y percibí un zumbido fuerte de fondo. Frente a mí había un pequeño talud verdecito –sin podar por la cuarentena– con flores amarillas de esas que por azar cayeron en la categoría de maleza. Al concentrarme y respirar más despacio vi decenas de abejas volando de flor en flor: el zumbido de fondo, tan fácil de ignorar, era la vida que estaba ahí.

Todavía vivimos en un mundo en el que hay abejas que pasan zumbando en su recorrido por las flores, pensé.

Como hemos tenido una pequeña prueba de lo que puede ser el futuro si nos seguimos equivocando tan de fondo, pensé también que habiendo aún abejas que vuelan posándose sobre las flores, tal vez estuviera a tiempo de tener más certezas sobre lo simple para arriesgar más en eso que es la propia vida. Porque nos la pasamos diciendo “algún día” y se nos va.

“El siquiatra quiere saber por qué salgo a pasear por el bosque, a observar los pájaros y coleccionar mariposas”, decía Clarisse en la sociedad distópica de Fahrenheit 451, mientras a su alrededor quemaban libros y los automóviles iban a más de 160 kilómetros por hora para que sus conductores no tuvieran ocasión de detenerse a observar o a pensar.

Así que hay que saber identificar los paraísos posibles e intentar vivirlos. Me he decidido por más tiempo y cercanía para rescatar cucarrones, mariposas y abejas (y arañas), y para oír el viento mover las hojas de los árboles y el canto de los pájaros cuando despiertan y cuando llegan a sus nidos al atardecer. He decidido que quiero gastarme mi única vida rescatándome a través de la naturaleza, que quizá sea también la única manera de vivir de verdad.

Y es que es una maravilla -una tranquilidad indescriptible- ir redefiniendo la vida a medida que se la conoce: uno se le va acercando con prudencia para tratar de verla mejor, de pronto incluso la acaricia, y va identificando detalles que hacen posible esa amistad.

Para los amantes de la vida, quizás el éxito sea eso, una relación más profunda con su parte más real. Quizás sea tener la fortuna y reunir la valentía para lograr a tiempo que la dirección de la casa de uno diga simplemente: por ahí, por donde van las abejas zumbando en su recorrido por las flores.

@catalinafrancor

www.catalinafrancor.com

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