En este post no hay fotos, ni links, ni nada. Solo hay texto porque no sirve de nada mandarlos a leer en otras partes o ponerlos a ver fotos. Esto es una especie de confesión que me parece que vale la pena hacer.
Sí, todos los días me atropellan. Todos los días, dos veces al día, tengo la sensación irresoluta de que, en cualquier momento, ante cualquier cruce, sin importar el nivel de precaución o la aplicación de todas las reglas de la vía y de la vida y de la experiencia y de pensar en todos los trofeos que tengo por ahí guardados entre la casa de mi papá y la mía por haber ganado carreras, siempre me van a atropellar. Salgo de mi casa y me encuentro con el primer cruce, que bien puede ser peatonal o vehicular, y desde ese instante siento que cualquier cretino va a aparecer de la nada y pasar por el semáforo sin importar que para él esté en rojo, que para mí esté en verde, y que ese daltonismo conceptual me va a terminar mandando de vuelta para la Reina Sofía, ojalá con algún nivel de conciencia, a decir «me atropellaron y aquí me voy a quedar un buen rato».
Esto me pasa en todos los cruces durante los 9,2 kilómetros de recorrido que tengo desde mi casa hasta mi oficina. En todos los cruces y durante todo el viaje estoy pensando que alguna bestia al volante va a preferir su propio afán que la seguridad de otros, y que por esa razón yo no voy a poder llegar a mi casa por la tarde a abrazar a dos niños y una mujer y decirles «qué me traijste» para que queden confundidos, sino que van a tener que ir a recogerme por pedazos en algun lugar desconocido con olor a alcohol y paredes demasiado blancas.
Esto no pasa de ida o de vuelta. No es algo que me suceda solamente en uno de los viajes. Me pasa todo el tiempo que estoy yendo y volviendo, 18,4 kilómetros de desesperación que me ahogan la respiración cuando, después de llegar a mi casa cada día y después de darme cuenta que todavía sigo vivo, me dejan pensando que sí, fue posible vivir otro día pero que, no obstante, como si fuera un Sísifo moderno, tendría que volver a la misma cosa el próximo día dos veces. Si mi vida fue prolongada un día más, solo es para ponerla a prueba el siguiente día.
Yo compré un seguro hace dos meses. No lo compré por las frases del vendedor de seguros que me tenía mareado con tanta lora. Lo compré porque confirmé que un accidente en bicicleta sí era cubierto por el seguro de vida, y que por lo menos mi familia quedaría con billetes para compensar por la pérdida de mi cuerpo. Le hice repetir al vendedor, palabra por palabra, «un accidente en bicicleta sí es cubierto por su póliza, sea en las condiciones que sea, no es un deporte de alto riesgo sino una actividad diaria». Solo por esa condición lo pagué y lo seguiré pagando. Porque mi ciudad está llena de gente totalmente loca que uno no sabe cuándo, por un giro del volante mal puesto, voy a terminar desangrado en una esquina.
Un día casi pasó. Si me hubiera demorado tres segundos menos tomándome el Milo por la mañana, yo estaría muerto. En la esquina de la Avenida 19 con calle 107, en ese sitio donde el giro en U es prohibido, un hampón decidió que esa señal no era para él pero que tenía que hacer ese giro lo más rápido posible. El individuo estaba conduciendo tan rápido que no tuve tiempo ni de verlo y, en un milsegundo, me encontré con la cara de un tipo manejando un Renault 6 con una cara de afán impresionante y que, sin darse cuenta, torció mi rueda delantera y me dejó sin aire durante unos segundos. Si yo hubiese dado tres pedalazos más fuertes en los metros anteriores, no habría torcido mi timón sino que habría torcido mis costillas, mi fémur y mis brazos. Estaría dándomelas de Stephen Hawking espichando botones en una silla de rueda para decir «me traes agua, por favor?»
Esta ciudad es un desastre para los ciclistas, pero hay quienes insisten en decir que es un ejemplo para el mundo. Perdón, pero no. Esta ciudad es un ejemplo de cómo se han hecho grandes cosas para desarrollar infraestructura para las bicicletas, pero al mismo tiempo cómo se ha hecho muy poco para decirle a los demás «oiga, mire, ahí va una persona en bicicleta y tiene que protegerla». Y nosotros quedamos como Quijotes de la Mancha, con la desdicha de tener que pelear contra moles de dos toneladas a velocidades altas en lugar de atacar molinos de viento.
No me importa, yo voy a seguir montando en bicicleta y encomendándome a las almas de todos los muertos por los que he tenido que llorar. Creo que por eso, por haber conocido tantas personas que murieron temprano y haberles charlado después de muertos, es que nadie me ha atropellado todavía. Pero el día que Hernán o Martin o Matilde o cualquiera se aburran, voy a tener que ver cómo me las arreglo para timbrarle a mi esposa y decirle «llama al seguro que hoy sí toca cobrar la póliza». Porque no estoy dispuesto a simplemente rendirme ante las moles de hierro y velocidad que burdamente atraviesan la jungla del cemento. Yo soy de carne y hueso y le entrego mi cuerpo a la ciudad para ver cuánto tiempo dura entre sus fauces.
Carlos Felipe Pardo es un colombiano con maestría en urbanismo de la London School of Economics que trabaja en temas de transporte sostenible, desarrollo urbano y calidad de vida. Le ha tocado ir a más de 60 ciudades en Europa, América Latina, Asia y África a dar asesorías, presentaciones y cursos sobre esos temas. Ha escrito libros y capítulos (unos más buenos que otros), varios de los cuales están en la página de su organización Despacio.org
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