En ese Clásico de Clásicos, «El Día de la Marmota«, Bill Murray nos deleita con su maravilloso actuar al interpretar a un pobre periodista muertodehambre malaclase a quien le toca vivir el mismo día durante toda su vida… o hasta que deje de ser tan grosero.
De pronto fue el cambio de horario, o el dolor de cabeza, pero cuando yo salí esta mañana a mi lugar temporal de trabajo en una ciudad alemana, me sentí exactamente como el periodista ese: muertodehambre (no había desayunado bien), malaclase (pues, sí, eso), y viviendo exactamente lo mismo que los tres días pasados. Solo que esta vez no era por culpa de algún hechizo ni maldición ni nada de eso. Era por estar en Alemania.
Me explico: todos los días tengo que llegar caminando a una oficina que queda a unos 16 minutos de distancia (sí, el tiempo es una medida de la distancia, pero eso para otro día). En mi trayecto por el paraíso cuasiotoñal, hay un cruce de la vía del tren y el tren pasa todos los días a las 8:29 am. Quien no cruce antes de eso tiene que esperar unos buenos 7-8 minutos a que la reja se cierre, el tren pase, y la reja se vuelva a abrir.
Mis colegas alemanes se saben de memoria estos ritmos. Hace dos años estuve en una conversación donde el tema era la duración exacta desde la oficina donde estábamos parados hasta la estación del tren, y a qué hora había que espichar «apagar» en el computador para alcanzar a llegar al tren de las 5:08pm y no tener que esperar hasta las 5:23 porque qué pereza (una situación super familiar para mí, sin duda alguna). Después de concluir que la duración exacta era de 9 minutos, salimos 10 minutos antes (uno nunca sabe, un zapato desamarrado, un gas complicado de sacar… algo puede durar un minuto de más y entorpecer el viaje), y tarán, a tiempo para montarse en el tren.
Y todo transcurre igual. Y todos los horarios son los mismos, y todos los días se siente que el ritmo del reloj que veía Einstein en la estación central del tren para inspirarse sigue siendo perfecta. Nada está fuera del ritmo diario de los acontecimientos, que pareciera que todavía tuviese a Bach, o Mahler, o alguno ahí parado con la batuta indicándoles para dónde ir.
Es raro. Dan ganas como de pegar un grito y despelucarse en medio de la calle y decir «CARAJO PERO POR QUÉ TODOS TAN CALLADOOOOS Y TAN ORDENADITOOOOS. PARA QUÉ TOMAN TANTA CERVEZA ENTOOONCEEEES…»
Mientras voy pensando si será lícito despelucarse desenfrenadamente en público en este país, veo que viene una señora en bicicleta con un hijo en la sillita de atrás, otro hijo en una bicicletica diminuta adelante suyo, y oootro hijo en una bicicleta de aprender detrás suyo, y todos tranquilitos cruzan la avenida como si estuvieran pasando por un parque lleno de pasto y árboles. Y sí, pasan como si estuvieran por un parque porque todos los carros frenan y los dejan pasar.
Esta certidumbre de que todo va a ir bien, de que todo va a ser como se espera y de que hoy o mañana o pasado van a ser iguales me tenía un poco desesperado… pero de repente caí en cuenta que en mi cudad también hay certezas, y muchas! Algunos ejemplos de las cosas que siempre sé que van a pasar en Bogotá:
– Todos los días voy a ver a un pendejo en moto que atropellaron (esto lo descubrí hace un mes, no pasa un solo día sin que vea un atropellado en moto);
– Alguien me va a pegar un grito en la mitad de la calle y porque sí, por lo menos una vez a la semana (por algo: porque sí, porque no, porque qué importa);
– Alguna persona, por muy inteligente que sea, me va a hacer rechinar los dientes diciéndome «pere, pere…le voy a explicar» y a mí me van a dar ganas de ahorcarlo;
– o su variante, toda persona a cargo de servicio al cliente en alguna empresa me va a decir, siempre, sin falta: «pero esque eso no es tan sencillo, señor… le voy a explicar»;
– Siempre que haya un paro, así sea de quien sea, el que más va a sufrir va a ser TransMilenio. Y nunca voy a entender por qué si el bendito bus rojo ni transporta papas de otro lado ni firmó un TLC ni oprime a nadie, pero lo bloquean.
Entonces sí, Bogotá también es invariable a su manera, y me hace sentir incluso más como el Día de la Marmota, con una diferencia: no voy a darle puñetazos a mi despertador porque es en el aifon y me lo quitan de por vida si lo vuelvo a dañar.
Y después de caminar un ratico, me doy cuenta que Alemania también se despeluca a veces. Dos ejemplos:
– La Spielstrasse: en Alemania existe una categoría de calles que se llama «Spielstrasse» (calle de juegos), donde el límite de velocidad aconsejable es entre 4 y 7 km/h (legalmente son 10 km/h o le chantan su multa). Qué ineficiencia, caray.
– La contravía para bicicletas: en varias calles de una sola vía le dan doble vía a la bicicleta. Así como así: siga usted señor ciclista. El colmo, ala.
Sí, en el país dominado por la industria automotriz, donde la velocidad es casi un Dios, es donde tienen las calles en que legalmente no se puede transitar a más de 10 km/h y en el mismo lugar donde se puede andar en bicicleta por el andén (si uno va con un niño menor de 8 años) y puede meterse en las vías marcadas en contravía si va en bicicleta. Y no es tan terrible, vieran. Les va lo más de bien.
Carlos Felipe Pardo es un colombiano con maestría en urbanismo de la London School of Economics que trabaja en temas de transporte sostenible, desarrollo urbano y calidad de vida. Le ha tocado ir a más de 60 ciudades en Europa, América Latina, Asia y África a dar asesorías, presentaciones y cursos sobre esos temas. Ha escrito libros y capítulos (unos más buenos que otros), varios de los cuales están en la página de su organización Despacio.org
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