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(esto es parte de una historia real que comenzó acá)

«Usted no es normal» es una frase que no debería existir en ningún idioma. No sirve de nada, y es bien jarto oírla dirigida a uno. Decirle eso a un muchachito de quince años que por fin pudo meterse al mar pero al que todavía se le veía su pierna recién quemada no tiene tanta presencia. Como receptor de la frase, puedo dar fe que la frase la entendí mucho más tarde, cuando en la clase de estadística nos explicaron la campana de Gauss y nos dijeron «la normalidad es aquí en esta barriga». Mi profesora de estadística fue la mejor terapeuta que pude tener para comprender esa frase tan hiriente, en particular porque después de explicar la «normalidad» dijo «y sí, eso es realmente lo que significa que a alguien le digan que no es normal: solo quieren decir que no está dentro de la barriga de los datos.» – no voy a seguir esto ahora diciendo que por eso le llaman «especiales» a quienes antes llamaban «anormales» porque eso me parece inútil. Pero sí me da un fresquito lo más de rico tener algo con qué explicar esa frase de «usted no es normal» con una explicación racional y lógica: no soy parte del montón.

Ojalá el episodio del paseo al mar fuese el único en que me apartaron de algún grupito. De hecho, cuando me dijeron eso yo ya estaba acostumbrado. El apodo más amable que tuve en el colegio era «pata ‘e palo» (el más vulgar no soy capaz de repetirlo), y no creo que tenga que describir la cantidad de cosas que pasaban con una persona que llegaba medio cojeando a clase y que a veces se demoraba mucho rato en el baño limpiándose las heridas y tratando de que el pantalón no se volviera a pegar.

No sé si la cosa era peor antes o después de la cirugía del injerto: al principio, cuando acababa de volver al colegio, yo era el tipo que casi se mata con pólvora y a quien tocaba tenerle pesar. Ahí sentía más respeto. Cuando volví después del mes de ausencia del injerto, la forma como me cubría la pierna con un plástico para proteger el parche me hacía sudar más de lo normal y el sudor generaba un olor desagradable que mis compañeros hacían saberle a los demás (algunos sin darse cuenta, otros a sabiendas de que era mi olor y que no podía hacer nada al respecto). Yo era un asco. Era objetivamente una persona a quien no era tan fácil acercarse, y a quien aún no le habían explicado que la normalidad era una cuestión estadística. Ya había cumplido quince años y estaba en un colegio reconocido por el matoneo de todos con todos. Me usaban como freak para las presentaciones del curso (una vez incluso mostré «la pizza» a mis demás compañeros cuando presentamos un episodio donde alguien era atropellado y esta era la consecuencia).

Recordar todo esto es muy raro porque me doy cuenta de la forma como yo reaccionaba a todo y con la normalidad con que me lo tomaba (al final de cuentas, qué más iba a hacer). No me acuerdo de haber llorado porque me estaban tratando mal, ni me acuerdo de haber sentido resentimiento a ninguno de mis compañeros de clase. Si al final yo estaba dañado, anormal y asqueroso, de pronto hasta eran buenas personas por charlarme de vez en cuando (así fuese con el apodo de patepalo o cualquiera de los demás). Yo respondía ante casi todas las burlas con risa, de pronto porque me parecía mejor acompañarlos en su burla que defenderme de ella. Ahora que lo pienso, mi defensa ante todo era pensar que se estaban riendo de mi pierna y no de mí, entonces yo también me podía reir de una extremidad que no tenía sentimientos ni entendía lo que estaba pasando.

El estigma se volvió mucho más manejable después del colegio, pero a veces ha vuelto a aparecer sin querer queriendo. La escena típica es cuando voy a una piscina. Por obvias razones, yo voy a las piscinas con pantalones largos y a veces después de un rato acepto ponerme una pantaloneta, ojalá lo más larga posible. Respondo con cualquier cosa cuando me preguntan «¿»Usted en serio no tiene calor con pantalones largos y en frente de la piscina?» y me hago el bobo cuando encuentro la oportunidad.

La forma más reciente del estigma, que tal vez no lo es pero escribiendo todo esto ya estoy obsesionado con el tema, fue cuando comencé a publicar este cuento completo. Más de la mitad de quienes me hablan de esto me han pedido que no lo escriba porque no tiene mucha relevancia. Con algunas personas he sido amable, con otras no tanto. Comprendí que hay unas descripciones horripilantes y que pude haber descrito distinto, pero cuando mi hijo vio mi pierna la semana pasada y me dijo «yo no me acordaba de eso», me quedé pensando un rato y me prometí a mí mismo que iba a escribir absolutamente todo lo que recordara de ese momento de mi vida y lo iba a hacer sin censurarme. No obstante, dejé de anunciar estas publicaciones y solo me dediqué a publicarlo para que lo lea quien lo encuentre. Así puedo respetar la tranquilidad de quien no quiere saber de cosas feas.

Lo último que voy a describir es lo que ha sucedido en mi vida como consecuencia de la experiencia de haberme quemado la pierna con pólvora, haberla visto en estado casi gangrénico, de haber estado en la clínica durante días y semanas y de ser estigmatizado y objeto de burla. Hoy no tengo más fuerzas.

(continúa y termina con «Lo bueno»)

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