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Caminaba el otro día por las calles de “primer mundo” en las que vivo ahora y me tomé el tiempo de mirar hacia abajo. El gesto me recordó las calles de mi Bogotá porque en las ciudades, los andenes, el cemento, el pavimento, se parecen mucho y también por estos lados vemos de vez en cuando a alguien en el piso pidiendo limosna, sentados ahí por horas con sus bebés, niños y niñas.

También se suben al transporte público y piden para comprar comida o hacen que los mismos niños y niñas, ojalá con edades debajo de los 5 años y apenas balbuceando palabras, recorran de lado a lado el vagón de tren con lágrimas y quejidos que conmueven a transeúntes y pasajeros para que les den monedas.

Me tocan mucho el corazón los gestos repetidos con la mirada baja y la mano levantada, y me indigna la irresponsabilidad de aquellos padres y madres que se aprovechan del estereotipo de inocencia y vulnerabilidad de la infancia para conseguir dinero. Pienso en las contradicciones de nuestras sociedades occidentales y occidentalizadas, me pregunto qué puede llevar a alguien a mendigar o, confieso, a veces hago caso omiso y me dedico a leer o escuchar música.

Sin embargo, ni aquí ni allá he dado una moneda a estas personas desde hace muchos años. Al principio, cuando empecé a cuestionar esa acción, cambiaba las monedas por comida o bebida. Pero me encontré con respuestas sorprendentes como “yo lo que quiero es la plata” o “váyase al carajo perra”. Decidí por autocuidado, darle monedas no más a quienes veo que “trabajan” vendiendo cualquier cosa, cantando o contando cuentos.

Lo que tengo muy claro es que me incomoda el acto de dar limosna, no porque sea tacaña o prefiera ignorar la miseria, sino porque es un acto que reduce a migajas la dignidad del otro y lo mantiene en ese círculo vicioso de victimización y autocomplacencia.

Es cierto que la fortuna no le llega a todos o todas por igual, pero al ver que el gesto se repite en estas tierras llenas de supuesta abundancia económica y ayudas para inmigrantes, pobres y refugiados entre subsidios, restaurantes de caridad, refugios, etc, –aunque se empeñen en acabarlas en este socialismo liberalizado-, vuelve a mi mente aquella expresión de “la limosna hace al limosnero”, y sigo creyendo que es muy real.

Ciertamente no hay que generalizar, este es sólo un blog apreciado lector o lectora no un tratado sobre la “verdad” definitiva del mundo, pero a mi parecer, este gesto solo logra calmar el sentimiento de culpa de quien da en Europa, América o dónde sea, y acostumbrar a quien recibe a mendigar.

Y mendigar está ligado a humillar y la humillación acaba con la capacidad de acción, somete aún más a aquel que ya se siente miserable, es decir que es un acto de dominación. Así que lo que “se quiere lograr” dando esa moneda, termina en todo lo contrario, y el ciclo se repite.

Creo firmemente que en estos tiempos, sin importar el lugar geográfico y con la indignación que abunda, va siendo hora de crear más opciones para devolver la dignidad a quien por voluntad u obligado se la quita. Entre las dos opciones, yo prefiero dar más bien eso que regalar las vueltas de lo que sobró en la tienda.

@caroroatta

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ACLARACIÓN: No recibo ninguna retribución económica o de otro tipo por parte de El Tiempo u otra organización por la escritura de este blog. Las opiniones aquí expresadas son personales.

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