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Estábamos todos esperando a que un híbrido de Transmilenio llegara al paradero. El lugar es en la 134 con séptima, y las filas (recordemos que se hacen dos o tres), mal hechas por la imposibilidad bogotana para entender que fila implica uno detrás de otro esperando a su turno, alcanzaba a completar una cancha y media de baloncesto (o microfútbol, como bien quieran calcular). A las 5 pm la “cola” empezó a crecer. Luego de todo el día estar trabajando, lo que le espera a un pobre diablo como uno son las filas para el transporte público (y el transporte público); pero aún así todos lo aceptamos, porque así pasa acá y en la Conchinchina. Sin embargo, a las 5:25 pm, 25 minutos después, la desesperación empezó a copar la paciencia de quienes hacíamos la fila. Finalmente, el bus apareció. Se vio a lo lejos, y todos respiramos la tranquilidad de que, aunque apretados, por fin podríamos irnos.

A medida que el bus se acerca, de la forma más cruel, realmente cruel y despiadada, se puede ver ese letrero que desinfla a todos los bogotanos que esperamos transporte público: T.R, “En Tránsito”. Todos en la fila sienten el dolor de ver pasar el bus como si nada, frente a nuestras narices, ignorando sin más a quienes llevan esperando allí más de media hora.

No pasa nada. Unos ríen, saben que pasa de tanto en tanto, que no hay nada que hacer.

Diez minutos después viene otro, que se ve a lo lejos y con gente. También viene en tránsito y, para ignorar a los transeúntes, decide parar una cuadra y media adelante y dejar bajar a los pasajeros. Ya son casi 45 minutos de espera. Cuando se detiene, una persona empieza la carrera hacia el híbrido. Detrás de él más personas empiezan a correr. Cuando llegan hasta el bus ya el conductor no puede hacer nada, han trancado las puertas y están subiendo, por supuesto, sin pagar.

Comprensible, pensé. A mí tampoco me dieron ganas de pagar.

Los pocos que quedamos en la fila seguimos a la espera. Más gente llega a hacer la fila, porque cada vez nos acercamos más a las seis de la tarde. Cuando, por fin, llegó un bus que viene a recoger pasajeros empezó lo que más me ofusca: desde atrás se empieza a acercar gente que se hace a los costados de las puertas para saltarse todos los puestos en la fila. Hubiera querido hacer algo, pero ya lo he intentado antes sin ningún resultado positivo, así que hice la mejor jugada colombiana y me resigné.

Sin embargo, del otro lado de la fila, un hombre de unos 50 años intenta colársele a un joven de unos veintitantos. Sin pensarlo más de una vez, el joven empuja al viejo que, en una reacción rápida, dirige un puño a la cara del muchacho, un tipo con 30 cm más de talla que el viejo. Dos segundos después el viejo está en el piso con tremendo dolor de mandíbula. Me alegré, tengo que confesarlo. Yo no soy de esas políticas violentas pero a veces dan ganas de acabar a todos esos que en la cara de uno se burlan, obviando el tiempo que uno civilizadamente esperó para poder subirse al bus.

En ese mismo instante, otras personas, aprovechando la pelea, intentan saltarse la fila e ingresar al bus. Otro joven y una muchacha que acompañan al muchacho de la pelea los detienen y la gresca crece, pero no pasa a mayores. El primer señor ya dio el ejemplo.

Los tres que hicieron respetar la fila se suben sin pagar y, rápidamente, la chica que acompañaba al hombre que protagonizó la pelea detiene desde arriba a las personas a punta de saliva. Los escupe, los escupe con tantas ganas que hasta quienes nada tienen que ver prefieren no ingresar al bus.

Y apenas era el primer bus que tenía que tomar, porque para llegar a casa tengo que hacer trasbordo. En el segundo se repitió la escena, pero sin tantos golpes y sin escupitajos.

Comida de todos los días. De verdad siento ganas de gritar porque yo también soy víctima de los atropellos de Transmilenio. Y desprecio a esa empresa, y desprecio que la gente no sea capaz de ver que no solo es culpa de la alcaldía (como ya le dije a un amigo, eso es bastante inocente), porque mientras los funcionarios públicos tienen que poner la cara, otros se regodean en el dinero que no quieren invertir para mejorar la situación.

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Pero también odio a la gente. Una vez, le pregunté bastante ofuscado a una mujer de mediana edad que si no sabía para qué eran las filas, a lo que me respondió que “para colarse”. La mujer se rio en mi cara y siguió su camino. Desde ahí perdí toda esperanza, y me resigné.

Yo quisiera tener la cara para andar empujando, para no dejar salir, para colarme en la fila, para pasar sin pagar, pero la verdad es que, aunque quiero, algo dentro de mí no me lo permite, y tengo que ahogarme en la frustración de esos pocos que entienden que si la gente hiciera las filas, si dejaran salir primero a los pasajeros y si no fueran tan hijos de ya saben qué, todo sería más rápido y armonioso.

Si usted es de los que no respeta la fila, animal, sepa que aunque dudo que exista el infierno, allá debe haber un lugar esperándolo, esperándolo para enseñarle a punta de torturas cómo funcionan las filas. Toda una lástima que les toque esperar al infierno, un lugar imaginario, para algo que merecen en el mundo real.

@YDesparchado

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