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Es la pregunta que con más insistencia formulan los estudiantes.  Juran que sus calificaciones no son el resultado de su trabajo y esfuerzo, sino del afecto o la animadversión que por ellos profesa el docente. Lo  curioso del cuento es que  hasta ahora no he escuchado de labios del primero  la expresión: «¿por qué me hizo ganar, profe?»

Mis éxitos son mi entera responsabilidad. Reclamo para mí todo el mérito. Los únicos  y   directos responsables de mis fracasos y de mis malas notas  son,  en su orden:   mis profesores,  ¡malditos!,  me tienen bronca. Luego,   ahí seguidito, asomando la nariz,  vienen  mis padres, que no me dejan hacer lo que me entra en gana y de vez en cuando les da por subirme el tono de la voz y eso me  trauma, me trauma feo. Seguidos por los vigilantes de la institución,  que  no me abren la puerta inmediatamente yo llego, así sea hora y media después de que haya sonado el timbre de entrada –  por ley están obligados a abrirme a la hora que sea, eso lo sé y lo hago valer, no me crean tan majadero-. La sociedad, que no me entiende. Las malas amistades – esa razón se la inventaron mis papás, ¡buena cuchos!,  ni se imaginan  el peso y la responsabilidad tan grande que me quitan de encima cuando argumentan  que las caspas  que me gasto de amigos  son los únicos culpables de todo lo malo que yo hago-. El sistema educativo, el  entorno tan complejo en donde vivo, la  alimentación que me proporcionan, la  inseguridad, el sistema Transmilenio,  los retrasos en las obras de la 26, los Nule,  el clima, entre otras muchas variables. ¿Y usted? ¿Yo? ¿Yo qué, de qué o qué?

Y a  esta feria de exoneración de culpas, se le suma ahora un interés deliberado por eximirlos también de la responsabilidad que les atañe como estudiantes de atender a todas sus clases y de cumplir con sus deberes.   Bajo la premisa  «las clases tienen que ser divertidas»,  se  pretende que el maestro asuma la desidia,  y el poco espíritu de  sacrificio con el que se está educando  a los jóvenes actualmente. «Usted es el culpable de que yo pierda, usted es el culpable  de  que  yo no preste  atención a sus clases».

¡La clase está aburrida!, ¡profe!, ¡hágala más dinámica!, es el reclamo acostumbrado del grueso de los estudiantes cuando a un docente se le ocurre la descabellada idea de explicar prolija y pausadamente  un determinado  tema -que ocurrente-. ¡Hagamos la clase en el patio! ¡Aplique la lúdica!

«Los  estudiantes  deben estar motivados, maestros», promulgan los teóricos, los llamados expertos de la  educación, y repiten los rectores   y el 99 por ciento de los conferencistas que nos envía la Secretaría de Educación   para que nos hablen de lúdica y  de las bondades de  pasar en «limpio» a los estudiantes, así no hagan nada más que calentar asiento.

Las clases tienen que ser amenas porque de lo contrario desertan, se nos van, y eso afecta las  cifras de  cobertura y después   ¿cómo sacamos pecho?  Los temas tienen que colmar sus expectativas y corresponder a las necesidades de su edad. Sólo si el tema les llama la atención y lo consideran atractivo para sus vidas  ellos ponen de su parte, se involucran,  y aprenden.

Y este estudiante,  ¿de qué grado es,   señor docente?, pregunta la rectora. – Grado décimo- responde el docente. Y, ¿qué pasó con él? –  Estaba capand… estaba evadiendo, señora rectora. -¡Ojo vivo, docente! con el vocabulario que emplea para referirse a las faltas de los niños-.  ¿Qué te  pasa,  joven…  Bryan es que te llamas?, pregunta la rectora. – Es que la clase no es  amena -responde el muchcacho-  y es que además este man sssss se la pasa  gritándolo a uno, repitiéndolo cada dos segundos que haga silencio… sssss, también.

Profe -lo llama a un ladito y le habla  en voz baja la directiva-, revalúe sus métodos, no sé,  invéntese algo para captar su atención. Usted sabe,  a esa edad son un poco dispersos, el joven hoy  no está de ánimo, no está en la suya, trate de entenderlo. – Por mí me ponía a paladearlo, señora rectora,  pero… un salón con  40 estudiantes en donde 38 casi nunca están en la suya… créame, es complicado empezar  a cucharearle a cada uno la lección.
Se debe  amar lo que se  hace, señor docente, ¿en dónde está su inventiva, su ingenio,  su creatividad?… Vaya a ver docente, ¡pilas puestas!, ¿ya sabe, no?, a poner en práctica esa lúdica. Y usted,  mi amor, bebé,  entre a clase,  papito. ¡En la buena,  rectora! ¡En la buena,  joven!… Sonríe el joven y sonríe la rectora, en el rostro de ambos  se dibuja el gesto  ¡conectamos!,  ¡hablando es que se entiende la gente! Ese maestro si es que sssss,  no sabe nada de psicología juvenil.

Y entonces no queda otra opción  que empezar a idear clases  en donde los alumnos se diviertan pero,  eso sí,  que aprendan, porque no ve profesor que el ICFES  es el que nos mide.

A propósito del  ICFES,  ahora le llaman «Pruebas saber», ellos sí  no están conectados con lo último en pedagogía:  los jóvenes vinieron al mundo fue a divertirse, a pasarla bueno. Ellos sí  no «comen» de didáctica y antes de entregarles el cuadernillo con el cuestionario no se toman la molestia de preguntarles   si X asignatura  estaba dentro de sus expectativas, o sí se divertían  en clases. Esta gente sí es seria y pregunta es   química,  filosofía, inglés, física… ¿Qué pasa señor docente,  porqué los estudiantes presentaron esos niveles tan bajos en su área?
Se les deben hacer clases didácticas,  considerar sus estados de ánimo, hagan lo que hagan no se les puede llamar la atención en tono airado, de perogrullo agregar no les gusta acatar normas, el contexto familiar y social en el que se desarrollan es complicado y por lo tanto no se les puede exigir demasiado, y con esto del libre desarrollo de la personalidad, que ni se le ocurra a uno irles a prohibir algo.

La  pregunta que me queda  entonces es, ¿estamos formando jóvenes para este sistema social, un sistema  cada vez más excluyente -así a  través del  discurso se intente convencernos de  lo contrario-,  salvaje, competitivo? ¿Es  una sociedad piadosa y condescendiente la que aguarda por ellos de adultos?
No sería mejor,  mucho más práctico y,  sobre todo, aplicable para su futuro, concientizar  al estudiante que la vida está llena de responsabilidades, y que el asunto no es  si quiere o no, sino que no hay de otra que cumplir con las  obligaciones. O es que acaso,  dentro de un par de  años,  cuando haya dejado de ser niño, joven,  y como tal tratado con privilegios, los considerados   de  los Bancos, y los señores de los servicios públicos, van a esperar a que esté en la de él para que se anime a cancelar sus deudas. «Hoy no  estoy de ánimo, no insistan,  vuelvan en unos dos meses  por la cuota del apartamento».

O se les inculca que en la vida hay momentos y espacios para todo, –  si quieren jugar que se vayan  para el  parque-,  que es absurdo pretender que  para cada tema del currículo va a haber un juego divertido para que ellos no se aburran. Que el que está allá al frente no es un comediante, y  que son  ellos los únicos dueños de sus actos y los responsables de sus fracasos, o,  entre todos,  saquemos el tablero, los pupitres,  y traigamos una piscina de pelotas, e instalemos un playland con muchos toboganes para que,   gateando y de cabeza,    el docente se meta a perseguir estudiantes,  y a su vez sea  perseguido por ellos,  como parte  de una dinámica para  entender, no sé,   la cadena de aminoácidos o como se propagan los virus.

Si  desconsiderado, casi inhumano,   es ponerlos a pensar, urgen de algo que los haga reír pero   que no demande ningún esfuerzo mental, entonces convidarlos a que prendan el televisor y se aplasten a ver ¿en dónde  carajos está  Umaña?, pobres rico… ¿clásicos de la ramplonería y de la risa fácil? Les tengo los enlaces para que descarguen, íntegros,  los  capítulos de Pedro el escamoso y, sin más ni más,  se enganchen  a bailar el pirulino.

Alguien dijo por ahí que «en esta vida hay que hacer lo no se quiere  para llegar a donde se quiere», punto. Y  para ese mundo es que los preparamos, un mundo lleno de responsabilidades, en donde hay que obedecer, acatar normas, hacer sacrificios y  luchar sin descanso.

O continuemos mimándolos, otorgándoles todo tipo de prebendas, aunque… pensándolo bien, si aspiramos  a que esa desfachatez con la que continuamente quebrantan el principio de autoridad  sea consecuente con el futuro que les aguarda,  empecemos primero por cambiar la realidad, digo, como para que no se estrellen, a esa velocidad el totazo puede  ser duro.

Jefe: Aquí estoy don Bryan, ¿me mandó llamar? (pregunta agitado).
Bryan: Casi que no llega, jefe.  Tome asiento.
Jefe: Estaba hablando con unos clientes  en mi oficina, que pena la demora.  ¿Para qué soy bueno, don Bryan?
Bryan: Hombre, lo hice bajar hasta aquí a la bodega porque tengo que tratar un asuntico con usted, pasa jefe que no estoy conforme con las tareas que usted me asigna, no son lúdicas, no me motivan,  y por tal razón quiero informarle que a partir de hoy no voy a realizarlas.
Jefe: ¿Y entonces,  don Bryan?
Bryan: Y entonces, jefe,  tiene hasta la próxima semana para me asigne  unas bien entretenidas y le delegue eso de cargar cajas a otro,  un reprimido de su época, uno  de esos  idiotas útiles  que fue educado con normas estrictas. Mi formación fue bien  distinta y así mismo exijo que se me trate,  ¿entendido?… Otra cosita, cambie los horarios de la empresa y  revalúe sus métodos de mando, no me gusta madrugar y tampoco que me estén dando órdenes.
Jefe: Que pena, Don Bryan, ya mismo me pongo en la tarea de modificar  la dinámica de la empresa, e inicio un  revolcón administrativo. Como primera medida,   pienso   abolir  esa organización vertical que a don  Bryan  tanto le molesta.
Bryan: Eso espero.
Jefe: ¿Algo más?, ¿puedo retirarme?
Bryan: Nada más, puede retirarse.
Jefe: Con su permiso,  Don Bryan.
Bryan: Suerte es que le digo…  … ¡Jefe!
Jefe: Diga,  Don Bryan.
Bryan: ¡En la buena!
Jefe: ¡En la buena,  don Bryan! (Conecté con don Bryan).

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