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En días pasados un diario capitalino publicó un reportaje relacionado con la transmisión por un canal de televisión católico local de misas tridentinas, es decir, en latín y con el oficiante dando la espalda a los asistentes. Este tipo de celebración eucarística era la que regularmente se utilizaba en el rito romano antes de que el Concilio Vaticano II implementara los cambios rituales que están consignados en el misal de Paulo VI en 1970. La forma antigua no fue derogada según aclaró en el año 2007 el papa Benedicto XVI.

El punto sobre el cual deseo concentrar mi atención es el relacionado con una declaración expresada por el sacerdote oficiante quien manifestó que las misas no son para entenderlas uno porque son para Dios. También dijo que para los cristianos el idioma sacro es el latín.

Yo tengo mis reservas en ese sentido y quiero expresarlas dejando constancia de que no soy teóloga ni nada que se le parezca. Tampoco experta en asuntos eclesiásticos. Simplemente soy una creyente del común. Basada en eso pienso que las cosas relacionadas con Dios no tienen que ser tan complicadas porque, de ser así, las únicas personas que podrían comunicarse con Él serían las especialistas en la materia. Creo, al contrario, que Dios es la máxima expresión de la sencillez.

Estimo que para ese tipo de comunicación no se requiere hablar alguna lengua específica y menos una que por las circunstancias y el desarrollo de la civilización ha caído en franco desuso. Ese Dios ceñudo, exigente y medio arrogante no es el que conozco. Para mí es un ser sencillo, afable, cariñoso y comprensivo que entiende todos los idiomas y aun a  quienes por limitaciones físicas no pueden expresarse con palabras, porque conoce el corazón de sus criaturas.

Es comprensible que el latín se convirtiera en el idioma imperante en los rituales cristianos desde que Constantino I legitimó el cristianismo como religión oficial del imperio romano mediante el Edicto de Milán en el año 313. A partir de ahí la liturgia empezó a llevarse a cabo en este idioma. Las razones que mediaron para que este cambio se llevara a cabo son obvias y las determinaron circunstancias de tiempo y lugar. No creo que el mismísimo Dios estableciera una exigencia en este sentido.

Respeto con fervor a las personas que viven apegadas a las tradiciones. Es una postura ante la vida tan válida como cualquier otra. Sin embargo, ese punto de vista no confiere autoridad a quienes así piensan para que pretendan imponer sus ideas a los demás. Creo que eso se llama sectarismo. Y es una actitud contraria a la universalidad que predica y caracteriza a la Iglesia Católica, sobre todo cuando desde su más elevada jerarquía se ha permitido oficiar la Eucaristía en el idioma propio de las participantes.

En mi opinión una sana relación con Dios está enmarcada más en la vivencia diaria que en la práctica de rituales. Reconozco que éstos son importantes porque imprimen identidad a la fe que se profesa. Pero el ojo de Dios no está puesto ahí sino en lo que hace cada quién. ¿Acaso no maldijo el mismo Jesús de Nazaret, refiriéndose al día del juicio, a aquellos que lo vieron desnudo y no lo vistieron, que no lo visitaron cuando estuvo enfermo, que no le dieron de beber cuando tuvo sed ni le dieron alimento cuando tuvo hambre y otras acciones por el estilo? Cuando le preguntaron cuándo pasó eso su respuesta fue tajante: “cuando no lo hicieron con alguno de los más pequeños, tampoco lo hicieron conmigo” Por lo tanto, más importante que el idioma y las formas son las buenas acciones realizadas con el corazón. Dios nos pide amor y compasión.

Ése es el Dios que conozco y con el cual procuro mantener una buena relación. Le hablo en español como lo hago con las demás personas. Estoy segura que me entiende de la misma manera que lo hace con quienes se dirigen a Él en francés, alemán o en un dialecto indígena.

Cuando me llegue el turno de rendir cuentas espero que no sea demasiado severo conmigo. Solo aspiro que no me haga un examen de latín porque de entrada reprobaría la materia. Pero estoy segura que no sucederá así. Un padre amoroso pero justo no repara en pequeños detalles. Únicamente sopesa la bondad del corazón de sus hijos y la obediencia a su palabra.

El Portal de los Sueños

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