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Les voy a hablar de una pasajera distinguida y de buenas maneras, que fue vecina mía durante muchos años en un barrio del occidente de la ciudad, en donde me crié y en donde he vivido la mayor parte de mi vida. Como estábamos tan cerca me la encontraba frecuentemente; departí con ella y su familia, transporté nietos, sobrinos, hermanas.

Se notaba que en su juventud había sido muy bonita, pues a pesar de sus 56 años aún guardaba esos rasgos de la mujer ingenua que llega del campo a la ciudad para forjar un futuro mejor. De piel blanca, ojos de color café, un metro sesenta y cinco de estatura, temperamento fuerte y la cuarta entre cinco hermanos de una familia humilde, la señora Pachón se convertiría con el pasar de los años en mi clienta predilecta.

Nos cruzábamos al filo de la mañana cuando empezaba la jornada laboral pues ella madrugaba a abrir su miscelánea mientras yo salía a prender mi taxi. La verdad, tengo que confesar que yo buscaba ese encuentro muchas veces porque me ofrecía un tinto de muy buen sabor. Y con la excusa del primer café de la mañana siempre me echaba la bendición para que me fuera bien en mi trabajo. Además, era mi estrategia para que me contratara y así llevarla a hacer sus diligencias, charlaba muy bueno y me hacía más amenos los desplazamientos. Allí estaba yo cuando de hacerle carreras se trataba.

Y fue precisamente en una de esa carreras que me contó una historia de «no te lo puedo creer». La historia de su vida, la historia de su verdadero origen, el cual descubrió cuando ya estaba en la etapa de adultez. Pero la historia era tan larga que no pudo ser contada en un solo viaje, por lo que siempre me dejaba en ascuas y yo propiciaba un nuevo servicio para seguir escuchando su apasionante relato.
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Mientras la miraba por el retrovisor ella empezaba a contar que por allá en el año 1950 ocurría una historia de amor prohibido en el campo colombiano. Eran épocas en que los matrimonios se realizaban por conveniencia y en donde era normal que las uniones se negociaran entre los padres y no como resultado del amor y el común acuerdo de los novios. También era característico ver hombres que le llevaban a sus esposas de quince a veinte años de diferencia. Pues ese era el caso de la mamá de la señora Pachón, una mujer sumisa que no había podido elegir con quién compartir el resto de su vida, tuvo que aceptar a los 14 años a un hombre que doblaba su edad y que fue impuesto por sus padres. Ella nunca quiso del todo al que sería el padre de sus cinco hijos, pero tampoco era un mal hombre, era trabajador y responsable. En el pueblo, cerca de la vereda donde vivían se encontraba su verdadero amor, Joaquín, un amor que tuvo que callar y que antes de morir, en su lecho de enferma, encargó a la hermana mayor para que le confesara toda la verdad; era él quien verdaderamente le arrancaba los suspiros a esa humilde campesina, madre de mi vecina, la señora Pachón. No obstante, al parecer se había fijado en la persona equivocada, ya que este personaje era de una familia acaudalada de la región cundinamarquesa de Ubaté que se dedicaba al negocio de los derivados lácteos, así que las posibilidades de que ese amor floreciera eran pocas.

La historia me iba envolviendo, cada recorrido de mi clienta era un nuevo capítulo cuya duración era medida por el recorrido desde el occidente de Bogotá hasta la zona de San Victorino, en donde ella compraba todos los productos de papelería y cacharrería que vendía en su negocio. Yo siempre le ayudaba con los paquetes e indirectamente le prestaba un servicio tipo “escolta”, pues la inseguridad del sector era hostigante.

Un día, en el camino de regreso, continuó contándome que a pesar del espíritu conservador de la época en que vivían, Joaquín también se había fijado en su madre, que en ese momento era ya una mujer casada con tres hijos. “Lo prohibido es lo más apetecido”, cita el dicho popular. ¿Cómo evitar esta tentación? La misa de los domingos y los miércoles de mercado se convertirían en los únicos momentos para cruzar miradas.
Para desgracia o bendición (quién puede decirlo), poco después el abuelo de mi clienta, cansado de viajar de San Cayetano a Ubaté, decidió vender la finca que colindaba con la casa en la que vivían su madre, su padre y sus tres hermanos mayores. La familia de Joaquín compró el terreno, ellos eran los nuevos dueños. El camino frente a la casa se convirtió entonces en paso obligado para algunos trabajadores y para Joaquín, quien se detenía de vez en cuando a charlar un rato con esta mujer de apenas 30 años, alta, graciosa y sonriente. Nadie puede decir a ciencia cierta qué sucedió en ese cruce de caminos, no se conocieron cartas, ni hay pruebas del intercambio de papelitos con mensajes silenciosos, no hay registro de los intentos para concertar una cita, no hay más que una profunda discreción.

Hubo un momento, hubo un lugar, indeterminados…Mi clienta había nacido fruto de esa relación prohibida, pero ese secreto jamás fue revelado a Joaquín Pachón ni al hombre que ejercería como padre el resto de su vida y de quien recibiría legalmente el apellido Guzmán. La señora “Pachón” nunca fue Pachón. No obstante, como la sangre tira, o no tira, desde niña ella nunca se sintió identificada con las costumbres de su familia. Los gustos eran diferentes, las metas eran otras, las aspiraciones siempre fueron más fuertes que las de quedarse en la inercia, en el lugar de la ignorancia y echar allí raíces eternamente. Ella deseaba estudiar y en el pueblo escasamente había escuela. Así que viajó a los 12 años a la ciudad para continuar sus estudios…No fue fácil, se enfrentaba a ideas retrógradas de lo que “debían ser” las mujeres en aquella época, ideas de lo que “los pobres podían o no podían hacer”. Los muros y las barreras se alzaban desde el interior de su familia… El impulso que la movía era más fuerte, nunca se detuvo. Cuando formó un hogar fue más allá de sus posibilidades, luchaba por la mejor educación para sus hijos, buscaba becas en buenos colegios, cursos de música, deportes, artes. La educación era su obsesión, daba ánimo a conocidos y desconocidos para que tuvieran en el futuro las oportunidades que ella no tuvo. Y según lo que contaba, sentía que lo había logrado, sacó adelante cuatro hijos a quienes inculcó valores, a quienes acompañó en el camino y en el gusto de aprender; lo hizo con las uñas, ya que tuvo que hacer este recorrido sola durante mucho tiempo, con el fruto de su trabajo y de su negocio acreditado por años, en el mismo barrio en el que yo vivía.

Pero de un momento a otro los destinos de mi buena amiga y clienta empezaron a cambiar. Ya no me pedía servicios para ir al centro o a su caja de compensación a donde iba a nadar sagradamente mínimo tres veces a la semana. Se sentía cansada y agotada sin razón alguna; ella pensaba que ya los años no llegaban solos y que su cuerpo agobiado le empezaba a pasar factura. En un momento decidió que era mejor descartar alguna enfermedad, así que tuve que empezar a visitar con ella centros médicos en donde se realizaría diferentes chequeos para poder determinar por qué ya no tenía la misma energía que antes. Durante tres meses fue un constante ir y venir de un médico a otro; luego, poco a poco la fueron encaminando hasta llegar al especialista indicado, pero el proceso con el servicio médico que tenía iba demasiado lento y su salud se seguía deteriorando sin una valoración clara. Su respiración era deficiente, por lo que se tomó la determinación de pagar un médico particular especializado en ese tema para así lograr un rápido diagnóstico.
Y yo ahí, viviendo también con angustia todo ese proceso porque el cariño que había acumulado en mi corazón a través del tiempo por esa señora era muy grande. El día que por fin el médico descubrió de qué padecía ella, hubiera preferido no estar. Fue devastador para todos los que la queríamos escuchar de voz del médico el veredicto: ¡tiene cáncer de pulmón!

Un interminable silencio rondó por varios minutos el consultorio, hasta que ella misma como tratando de darnos ánimo a los que nos encontrábamos allí dijo:

– Ah, eso no es grave, he sido deportista casi toda la vida y como muy sano, así que de ésta saldremos adelante.

En ese momento nos giramos y miramos al médico para escudriñar en sus ojos si había esperanzas, pero la mirada del galeno fue negativa y contundente. Nos despedimos del doctor y yo bajé rápidamente para alistar el vehículo y ponerlo lo más cerca de la salida para que ella no se fatigara demasiado. En el recorrido de regreso al barrio todo fue silencio, por lo que el trayecto fue eterno, algo incómodo y desesperante.
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Pasó un buen tiempo sin que volviera a usar mis servicios; tal vez porque la conocía sabía que, al igual que a mí, no nos gustaba mostrar debilidad en público. Pero así como había estado con ella “en las buenas” y sentía que había aportado tanto en mi vida con sus enseñanzas de templanza y tenacidad, necesitaba estar con ella “en las malas”. Entonces no me aguanté más y una mañana timbré en su casa para saber de ella. El panorama que encontré no fue el mejor: una cama de hospital, un tanque de oxígeno y varias cánulas para que ella pudiera respirar mejor. Estaba muy cambiada, retenía líquidos por lo que sus piernas estaban hinchadas, uno de sus ojos se iba apagando como señalando que la batalla que ella había jurado dar se estaba perdiendo. Pero siguiendo el precepto de estar siempre con buen semblante, entré en su habitación y le regalé mi mejor sonrisa:

– ¿Sumercé por qué anda tan perdida?, exclamé. – No sea tan ingrata o no vuelvo a comprarle nada en su negocio-.

A pesar de su mirada cabizbaja logré arrancarle una sonrisa y quienes la cuidaban me lo agradecieron, porque contaban que desde unos días atrás había dejado de hacerlo. ( Ella, la que siempre había tenido una sonrisa para ofrecer ). Desde ese día me propuse sacar un ratico de mi tiempo para visitarla todos los días y tratar de ser su «Patch Adams» ya que nadie más se sentía con ánimos de dar ese impulso positivo en medio de la tragedia.

Me contaban sus allegados que ya no se sentía capaz de dormir sola por miedo a morir ahogada y que había recorrido casi todas las urgencias de los hospitales en la capital por varias crisis respiratorias que le habían dado. Pero donde ella se sentía más cómoda era en su casa, esa que había podido salvar después de muchos años de trabajo, sacrificios y vivencias. Por eso mismo expresaba que si había de irse de este mundo quería que fuera allí mismo.

Fue tanto lo que me involucré con la enfermedad de la señora Pachón que empecé a descuidar mi trabajo. Ya no quería alejarme del barrio para estar pendiente de su salud, de ayudar en lo que necesitara, un medicamento, un traslado o tal vez una palabra de aliento. Fueron seis meses en los que el cáncer de pulmón le fue ganando la batalla a una persona que en su vida se había fumado un cigarrillo, que se ejercitaba todos los días y que era casi vegetariana, razón por la cual en algún momento cuestioné a Dios por ensañarse con un buen ser humano que no merecía esta enfermedad.

Pasó el tiempo y el domingo de ramos del año 2007 mi jefe se aburrió del incumplimiento en la consecución de la cuota diaria por lo que me pidió entregarle el taxi para dárselo a otra persona que tuviera su pensamiento centrado en el trabajo. Ese mismo, día después de devolver el taxi, me fui a visitarla y lo primero que me preguntó con voz débil fue cómo iba el trabajo. Yo por no preocuparla le oculté que había quedado cesante e incluso no me quedé mucho tiempo en su casa para disimular, aduciendo que me tenía que ir a laborar.
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Ese día recibí a las siete de la noche la llamada que ningún hijo quiere recibir. Al otro lado del teléfono estaba su hija, mi hermana, diciendo que mi madre, la ilustre “Señora Pachón”, había muerto en sus brazos por un paro cardiorrespiratorio.

*Este es un homenaje para ti mamá, de tu hijo Hugo Leonardo Valenzuela Guzmán… Pachón

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