La nostalgia es de esos sentimientos de tierra fría que nos atacan en las tardes de lluvia. No es tristeza, es tan sólo un sentimiento melancólico por lo que fue y ya no volverá nunca a ser. Y bien, afuera llueve…
Antes todo pasaba mucho más despacio o tal vez todo era interminable, como aquellos gritos de la mamá para hacernos entrar, lavarnos las manos y sentarnos a comer. Eran tiempos en los que los partidos de fútbol no duraban noventa minutos con quince de descanso. No. Eran juegos perpetuos a veinte o más goles, juegos sin descanso, excepto para tomar agua desde una manguera o para rogarle a la bigotuda de la reja blanca para que nos devolviera la pelota. Eran goles enfundados en ovaciones imaginarias a los ídolos de antaño. Eran canchas con arcos de ladrillo, sin árbitro, porque todo valía, incluso jugar sin triquiñuelas, para terminar compartiendo una gaseosa con boronas.
Ayer como hoy, todo se reducía a un juego de policías y ladrones o de soldados libertados, con la diferencia que en esa época bastaba un “tapo remacho, no juego más” para acabar la guerra. Eran tiempos donde solamente estrenábamos en navidad y en el cumpleaños y soltar un dobladillo era motivo de alegría, como lo era, marcar cuadernos a principio de año y llenarlos de triquis y de ahorcados en los albores de noviembre. Tiempos donde las notas se entregaban en libretas y una llamada a rectoría era la muerte, tiempos en los que los papás no conocían los colegios, ni hacían parte de comités ni de consejos de sabios para decir lo que ellos nunca hicieron.
En ese entonces, conquistar era una ciencia, no como hoy que solamente basta un mensaje por el Facebook. Era el miedo, la estrategia, el medir con exactitud los tiempos, el imaginar la respuesta a la respuesta, el desasosiego de llamar y de colgar, de volver a llamar y esperar que el papá no contestara. Noviazgos sin fin porque la novia de hoy podía ser la amiga de mañana, la cuñada de la semana entrante y la novia de mi mejor amigo el mes siguiente. Noviazgos sin más consecuencia que una colección de peluches en el cuarto, un carnet de socio de la Pizza Nostra, una pequeña cartillita de discos Bambuco aún sin completar y un montón de cartas y de esquelas apiladas. Eran, amores con canciones mal grabadas en casete, amores eternos que duraban muy poquito.
Y no es que todo fuera bueno. La maldad de ese entonces carecía de malicia porque era una maldad maleducada, sin filtros, brutal si se quiere, pero sincera, sin aspavientos, sin melindres ni alharacas. La perversidad siempre ha existido pero en ese entonces, el único miedo era ir al colegio el día después de haberse peluqueado o que sonara la orquesta y uno sin saber bailar.
Pero tuvimos que crecer y los hermanos menores dejamos de ser los controles del televisor y adquirimos voz propia y pudimos sentarnos en la mesa a comer al mismo tiempo. Llegaron los domicilios y se acabó la diversión y el viejo truco para quedarnos con las vueltas. Dejamos de vivir en casas con antejardín en cuadras donde todos éramos amigos para refugiarnos como ermitaños en la cruda soledad de los conjuntos enmallados. Y llegó Internet y el amor se convirtió en una cuestión de plan de datos donde lo bizarro es enamorarse por Twitter y desenamorarse por Whastapp.
Afuera dejó de llover y lo único que siento es que me estoy volviendo viejo…
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