Tiempo atrás nuestras avenidas tenían nombre y apellido. Hoy también. El de sus dueños o el de los que pretenden serlo.Por obra y gracia del subdesarrollo y la miseria, no hay semáforo que no le pertenezca a alguien. Saltimbanquis, limosneros y vendedores de Bon Ice y Vive 100 se disputan el espacio que nos debería pertenecer a todos, pero al mejor estilo del señor feudal de la edad media, peatones y conductores variopintas, debemos esculcarnos los bolsillos para cancelar un impuesto disfrazado traducido en vidrio sucio o barra de hielo con sabor a mango biche.
De un tiempo para acá la alquimia transformó en feudo nuestras calles convirtiendo lo público en oro. Si es en Transmilenio, no ha habido poder humano que evite el vendedor de mentas y de chicles de dudosa procedencia, ni la de los raperos de tres pesos que nos piden la palabra en manaditas de tres o cuatro que intimidan, desentonan y por supuesto desafinan. Si son las calles adyacentes a los centros comerciales, estaciones de Transmilenio y rumbeaderos, tienen como dueños a los pupilos de Uldarico que sin ton ni son convirtieron las esquinas en su imperio en el que mandan, gritan y recochan. Los ciudadanos apurados hacen fila para pagar un servicio colectivo a todas luces ilegal, para no hablar de los famosos bicitaxis que deambulan apurados en sus cohetes de tres ruedas llevando ancianas apuradas y secretarias de zapatos coreanos. Es cierto que nuestro transporte público es un desastre, pero esto es mucho peor porque no hay regla de seguridad que se cumpla y por supuesto, norma de tránsito que se intente respetar.
La gastronomía también tiene su espacio, que por supuesto es nuestro en el papel, pero que en la práctica les pertenece a los vendedores de chicharrón dorado en aceite trasnochado, arepas con huevo perico, empanaditas de mil y de dos mil, tostadores de maní y los ya casi míticos carritos de “Cocheros” una leyenda urbana que dice que le pertenecen a un señor de Girardot cuyo negocio es vender franquicias de hot dogs con cuadras demarcadas. La feria la completan, entre otros, los vendedores de gafas y relojes, paletas y popetas, dulces, cachivaches, extractos de baba de caracol, carritos de cuerda, cuchillas recicladas en Taiwan y gorros de lana virgen de colonia indígena ecuatoriana de Tulcán.
Así las cosas, nuestras calles se han convertido en selva, en la que se impone la ley del más fuerte, del más vivo y en la que la mayoría de nosotros solemos caminar derrotados, aburridos y en muchos casos, cómplices. Hemos regresado en un suspiro al horror de la edad media, sin siquiera darnos cuenta…
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Muy buena columna. Radiografía exacta del infierno, el caos, la pesadilla, la ruina, el relajo total que es hoy Bogotá. Una ciudad que tenía esperanza, tenía futuro, pero fue acabada y destruida por 12 años de gobiernos de izquierda, 12 años de atroz mamertismo.
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