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Nuestra intelectualidad está llena de divas y de divos que flotan en el marasmo que producen sus palabras, gente que sabe, gente que estudia, doctos y dogmáticos, intolerantes y sectarios, fanáticos e intransigentes. Eruditos de primera, que suelen no saber cuánto vale un pasaje en Transmilenio.

Cuando dos intelectuales se pelean, hay más violencia que en una pelea de miembros del Esmad porque la arrogancia y la pedantería no saben de etiqueta y porque a la larga lo que de veras les importa no es convencer con argumentos sino descrestar a los ingenuos o ignorantes que no entendemos de insultos llenos de frases rimbombantes, ya que lo nuestro se resuelve a los madrazos.

A mi personalmente me gustan más los filósofos de barrio que los eruditos con poses de sabiondos, que no transpiran sino que evaporan sus fluidos, que complican un tinto, que enredan un gol, que enmarañan un orgasmo, que encrespan una chocolatina Jet y que saben tanto, que saben a mierda.

Les gusta mirarse en los espejos para decirse lo mucho que saben de Kant o de Jean Paul Sartre, de Kierkegaard o Hanna Arendt, de Habermas o incluso de Spinoza y se sienten plácidos y cómodos en las tertulias de cultos y sabiondos, no tanto por la ocasión de compartir conocimiento sino por la oportunidad de mostrar brillo.

Cuando dos intelectuales se pelean, no suele haber acuerdo ni mucho menos alguna conclusión, porque lo que importa  es presumir y chicanear ( que pena con ellos por lo castizo del verbo que en algunas regiones colombianas significa presumir). Es un bochinche de deidades que atafaga y poco aporta, un alboroto de histéricas e histéricos para quienes los demás somos poco menos que una cosa.

Algo va de la inteligencia artificial a lo artificial de la inteligencia y por eso, en realidad, cuando dos intelectuales se pelean, no son más que dos egos dándose en la jeta…

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