Partamos de un hecho cierto y real: A ningún político se le niega un chiflido. Ni aquí, ni en ninguna parte del mundo. Y valga decirlo, no solamente una chiflada, porque muchos se merecen también una madreada.
Sin embargo, los recientes episodios de chiflidos a Santos, que bien hubieran podido ser para Uribe, o Gaviria, o Pastrana o el mismo Rafael Núñez, nos desnuda de cuerpo entero. Los colombianos somos expertos en la gavilla, la mansalva, el bullyng comunitario. Nos gusta putear en grupo, ser valientes en masa, agredir en montonera y no porque nos falten razones para hacerlo en forma individual, sino porque nada nos produce más satisfacción que quejarnos en conjunto, tirar la piedra y poder esconder la mano.
Vociferar en muchedumbre nos salva de las responsabilidades, de poner la cara y sobre todo de ofrecer soluciones. Nos gusta quejarnos, gruñir, renegar, reprochar y si es en medio de una batahola de insultos y algarabía, más nos gusta. Colombiano que se respete no resiste la orgásmica sensación de insultar en público y con coro.
Chiflar no es sólo el acto prosaico de hacer un ruido estridente con los labios mientras se llena de babas al vecino. Es de alguna manera, la identificación de la manada y por eso chiflamos al policía que agarra al raponero, chiflamos a la selección cuando pierde, a la estudiante que se tropieza, al peluquero amanerado, al arbitro que se equivoca y al bus que no nos para. Chiflan los medios cuando algo no les gusta, chifla la iglesia cuando de derechos reproductivos se trata, chifla la Procuraduría cuando algo huele a libertad, chifla la Fiscalía cuando alguien llama al juicio a su poder omnímodo, chifla la derecha a Petro, Piedad Córdoba y a Robledo y chiflan los mamertos porque si. Y porque no.
Es de alguna manera un acto hipócrita pero un acto libre al fin y al cabo, por lo que resulta ridículo, aunque no extraño, la bobada de evitarlas por decreto como hicieron los alcaldes de Barrancabermeja y de Pasto para “ salvar” de la chiflatina pública, al Vicepresidente y al Presidente respectivamente, como si ellos, viejos lobos de mar, con más cuero que piel, les importara.
Sin embargo, chiflar, chifla cualquiera,¿ pero silbar? El silbar implica alguna forma de elaboración, de construcción de una idea, de un trabajo de preparación, de una posición individual, porque el silbido, como las cocacolas de cada pueblo, saben distinto.
El que silba propone, piensa, entiende, opina, expresa, plantea y lo asume, se hace responsable porque el silbido es en voz baja, casi en minúsculas pero al que atrapa, no lo suelta porque lo convence con la fuerza melodiosa de su argumento. Y no se trata de volverse turpial o ruiseñor de la noche a la mañana, sino tal vez, tan sólo de alejarse de la estridencia iridiscente del loro resabiado.
Chiflar es demoler, devorar, desmantelar y por eso es un acto irracional, sanguíneo y pasional. Silbar, por el contrario, es construir, proponer, opinar, es un acto en el que interviene el corazón y la razón, meditado y de alguna manera, cariñoso. Al chiflar pintamos una mueca y al silbar dibujamos un beso y por eso, tal vez, lo que estamos necesitando es menos saltimbanquis estruendosos y más muestras de cariño constructivo…
Y no es sólo que nos guste chiflar o atacar en montonera…sino que, seamos realistas, ¿cómo podríamos chiflar o madrear individualmente al presidente o a cualquiera de los otros politicuchos sinvergüenzas que nos tienen hastiados con sus embarradas? ¿Cuándo tendría el ciudadano común de encontrárselos frente a frente y cantarle sus cuatro(cientas) verdades? De ahí que toque conformarse con la chiflada colectiva, que claro, además, es más sonora y tiene mayor repercusión y difusión.
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Este chiflado merece un silbido
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Gracias por el comentario
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