A veces, cuando pensamos que hemos avanzado en aquello de un mundo más civilizado y armónico, en una especie de conciencia colectiva de nuestra capacidad de autodestrucción que nos ayude a frenarnos y a hacernos más pasito, cuando sentimos que los estados más desarrollados –que de cierta manera percibimos como “más confiables” porque han sufrido el horror y aprendido de sus propias guerras, con la esperanza de que comprendan mejor para intentar no repetir– son los que pueden salvarnos, a todos, al mundo, recordamos que esas naciones en realidad son, tantas veces, el hombre que las gobierna.
Esos estados cuyos nombres suenan por años a una especie de garantía de tranquilidad, hasta que cumplen el ciclo y llega el hombre que es, o que no es, y que puede ser cualquiera y tener la visión del mundo que le dé la gana. Y ese hombre se aprovecha del miedo del momento, arma el rompecabezas de su mensaje, acaricia y se ríe del grupillo que respalda sus designios a ciegas, se trepa al trono para hacerlo temblar y redirecciona la máquina completa.
Y otras naciones observan y les agrada la idea, y allí por supuesto hay hombres parecidos que corren a hacer lo propio.
Y entonces tiembla y cambia de rumbo también el planeta y esos estados que nos tranquilizaban ya nos asustan, y nuestros antiguos amigos son ya enemigos, y recordamos los horrores del pasado como si fueran visiones del futuro.
Y comprendemos que las naciones son, contra todos los pronósticos, tan vulnerables como el estado de ánimo humano y, así, el mundo.
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