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Cuando yo era niño, mi mamá nos llevaba con mi hermano a la fiesta que el Seguro Social hacía para los hijos de los empleados. La fiesta era importante, había presentaciones, payasos, comida y lo mejor: los regalos, que eran regalos de verdad, no pendejadas. Desde esos tiempos yo disfruto de las fiestas empresariales de fin de año.

Al cumplir los 12 años yo no podía participar en ellas. Diez años después, cuando estaba en mi primer trabajo volví a ellas con otros ojos. Las fiestas de fin de año se presentan como un momento único de exploración, de profundizar lazos, de ver más allá de lo evidente, de entender el porqué de muchas cosas y de saber cómo tratar a los demás.

Hoy sin el berraco vestido, que de obligatorio se ha vuelto uniforme, ni embolar los zapatos me visto como lo haría para salir con mis amigos, pero con la gente de la oficina: sí, yo sé, todo un despropósito, pero es Navidad: todo un despropósito. El dueño ha escogido un sitio afuera de la ciudad y contrató una empresa de transporte para que nos lleve y nos devuelva. El plan: una cabalgata, hacer tiempo hasta la cena y rematar con la fiesta. Desde las dos de la tarde y hasta el alargue de la noche.

Ya en la busetica, algunas de las chicas con las que trabajo han empezado a cantar y a corear las canciones que el paciente señor conductor, innecesariamente, ha aceptado subir el volumen. Ellas, como adolescentes neoyorquinas a la llegada de los Beatles, han estallado en gritos histéricos al sonar «El Serrucho». Y yo que me imagino amaneciendo con la única de ellas digna de aparecer en el video de Mr. Black. Ella con sus leggins verdes a juego con las botas de caballista, y la blusa crema ancha que no resaltaba sus turgencias operadas. Claro, el asunto pasaba porque no era yo el único que me había percatado de ello.

Llegamos y los caballos estaban listos. El guía comenta que la vuelta que daremos será de una hora. Cado con media de guaro que, no más treparme en la bestia, la destapo y, a pesar de del mal recuerdo con el aguardiente, brindo con mi colega tomándome el primero. Baja como arañetazo de gato. La vuelta se hace rápida, hablar con unos y con otros. La secretaría del dueño, la de la nómina y las comisiones; hablar con mi jefe un rato sin soltarle mucho, solo lo justo necesario; volver a donde mi amigo y reírnos un poco, de los… payasos obviamente.

—¿Qué vamos a hacer después?

—No sé, ¿pa dónde nos vamos? —me dijo.

—Cuando bajemos nos vamos pa algún chuzo.

—Chévere.

Después de la vueltica en el mocho viejo, nos bajamos en un descampado. No sé de donde, pero hay un balón de fútbol. Obvio que nos pusimos a jugar con él: un partido de 15 contra 16. Ello supuso tener que correr con la cabeza jodida y a la altura de La Calera llevándonos a un punto más en la torpeza de la mayoría. En fin, ganamos por un gol. En los cinco últimos minutos. La comida iba a ser servida.

Las mesas organizadas en forma de U, yo busco quedar cerca de mi favorita, pa ver qué pasaba. Llega la fritanga, la carne, pasada, de asada y la cerveza tampoco faltó. Como pensaba que iban a servir más temprano, yo no almorcé nada y tenía un hambre que me hizo comer como salvaje. Las burlas, como en reunión de hienas, provocaron la estridencia de las risas. La grasa no llegó a tiempo a mi estómago y no cayó muy bien. El chistecito que le tiro al dueño supuso un momento tensionate; la represa que contenía las risas, afortunadamente, se rompe por la secretaria de las comisiones. Segunda media.

—¡Ay Juan! —dijo Anita la del video.

La música sube de volumen, suena «Faltan 5 pa las doce», el dueño, que baila desde su puesto en la mesa hasta la pista, inicia el baile. Ahora sí podemos decir que la fiesta comenzó. El traguito ha hecho su efecto: son apenas las siete de la noche, y yo ya estoy bailando. Suena Maná y mi cabeza quiere explotar, pero Anita quiere bailar. Imposible negarme. El dueño dice que paga una hora más de música. Son las 9 de la noche.

A las 10 empezamos a montarnos al transporte. Yo voy con Anita y mi amigo, y seguimos tomando aguardiente. Nos bajamos en la oficina y nos montamos en un taxi. Entramos a un bar de moda en la 82 y cuando me volví a dar cuenta estaba sentado en una poltrona, dormido. Ani, ella sí despierta, bailaba con gente extraña. Doy una vuelta por el sitio y nada que veo a mi amigo. Vuelvo a Ani con el pretexto de preguntarle por él.

—No tengo ni idea.

—¿Estás bien acá o nos vamos pa otro lado? —le pregunto.

—Sí, muy cool este lugar.

Llamo a mi amigo y no contesta. Decido irme y Ani se despide muy tranquila, que ella se queda. Ya son las 2. El fracaso, como ayudante de chofer, me grita para irme a casa solo y borracho. El regalo que quería lo perdí por incumplir la regla de oro de estas fiestas, que también me recordaba mi mamá, y terminar en la segunda. A las 4 llama mi amigo. Su mensaje dice que está con Ani y van pa otra parte… Malparido.

Ve: ¿Y a vos cómo te fue de Año nuevo?

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La moda

El espejo del hipopótamo

Relatos en: El Galeón Fracaso

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La curiosidad me llevó a probar y a seguir probando. Ella trajo al cine, la música, los libros, la filosofía y la voluptuosidad. Así fue como de ingeniero electrónico llegué escribir y trato de no perder la elegancia en ello. Mi principal derecho: contradecirme.

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4 Comentarios
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  1. Muy buena descripción. Fabuloso festín, me encanto todo pero esperaba un final feliz, ese amigo suyo es una abeja, pero así es la vida el perro callejero nunca pide permiso ni le gusta ser galante. Hay que aprender.

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