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Hablar de machismo o  feminismo es como entrar con los ojos cerrados a una fiesta de policías del Esmad. Los riesgos de tocar las fibras íntimas de unos o de otros son muy altos:

Creo ser un tipo de mente abierta, capaz de ver varias versiones de lo mismo. Sin embargo, años y años de educación, religión, cine, música, literatura, familia, amigos y publicidad, han hecho de mí una especie de machista ancestral, de falócrata de closet, un pisapasito androcentrista que lucha a diario por no serlo. Por más que lo intento el subconsciente me juega malas pasadas, porque no hablo de violencia o de ejercicios de poder basados en el género, sino de actitudes cotidianas, que de alguna manera perpetúan estos comportamientos heredados.

Hablar de machismo o feminismo es como entrar con los ojos cerrados a una fiesta de policías del Esmad.

Dicen que machismo se escribe con m de mamá, lo que de alguna manera resulta ser cierto, ya que muchos de los comportamientos abusivos de los hombres provienen de lo visto y aprendido en los hogares. El concepto de niñas bien, de señoritas de mostrar estuvo arraigado durante mucho tiempo en nuestra sociedad para describir a mujeres que sabían cocinar, coser, admitir, parir, ceder, aceptar y, en general, mantener felices a los machos, bien fueran papás, hijos, hermanos, novios o esposos.

Hoy, las cosas han cambiado para bien. De los primeros movimientos feministas del siglo 19 se ha pasado a una verdadera ola intelectual de movimientos políticos, culturales, económicos y sociales que tiene como objetivo la búsqueda de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. En Colombia, y como herencia de formas de ser y de actuar de mujeres como Manuela Beltrán, Policarpa Salavarrieta, María Cano, María Rojas Tejeda, Betsabé Espinosa, Georgina Fletcher, Esmeralda Arboleda, Florence Thomas, Catalina Ruiz – Navarro o las mismas Igualadas, por nombrar unas cuantas, las mujeres han tomado conciencia de su propio espacio.

Muchos de los comportamientos abusivos de los hombres provienen de lo visto y aprendido en los hogares.

Sin embargo, aún falta mucho. Según ONU Mujeres y el Banco Mundial, en América Latina, el 21 % de las mujeres se declaran completamente dependientes de sus parejas, con todo lo que ello significa. La violencia de género es una situación endémica, al punto de ser considerada como un problema de salud pública. Fenómenos como el conflicto armado han perpetuado el factor de riesgo para las mujeres ya que su cuerpo siempre ha sido visto como un botín de guerra. La cultura narco hizo de la mujer un objeto de compra y venta al mejor postor. La microviolencia, esa del bofetón silencioso, del chiste de doble sentido, del ego organizado en labores domésticas, no ha sido un hecho menos grave. Que un tipo, en sus cabales o no, se crea con derecho a coger a hachazos a su pareja o que el borracho la emprenda a golpes con su mujer, porque sí o porque no, o que a ellas se les pague menos que a los hombres por la misma labor, que se siga pensando que una minifalda o un escote son una invitación a ser violadas o que se siga creyendo que las mujeres no son dueñas de sus cuerpos, de sus tiempos, de sus sueños y de sus miedos, hacen parte de esa cultura casi cavernícola que aún nos jode y nos domina.

Si bien ha ido surgiendo una nueva masculinidad, más progresista y liberal, aún nos falta mucho para equilibrar las cargas. Tal vez, todo cambiará cuando entendamos, por fin, que hombres y mujeres somos iguales. Es decir, diferentes.

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