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Un culipronto es primo hermano de un lambón y hermano medio de un lagarto. Nacen de la incapacidad que tenemos los colombianos de quedarnos callados, de abstenernos de la posibilidad de no decir ni mu, de no dejar pasar la oportunidad de opinar, de juzgar, de aconsejar. Por eso, somos muchos, porque brotamos silvestres y surgimos en las esquinas como los vendedores de arepas, las tiendas de Tostao y las peluquerías en los barrios.

Nos gusta meternos en las conversaciones ajenas y por eso nos privan las filas en los bancos y en los supermercados. Como además somos fantoches, creemos saber de todo y de todos. Nos gustan las teorías, las hipótesis, las suposiciones, las presunciones, las conjeturas y las medias verdades. Es más fácil que Zidane acepte que no quiere a James o que vuelva el pan de cien, que encontrar un colombiano que diga que no sabe, porque lo que ignora, lo inventa, lo imagina, lo improvisa y en caso extremo, muy extremo, es capaz de hacer que pase. Por eso amamos las redes sociales, porque nos permiten sentar cátedra a partir de la lectura apresurada de ciento cuarenta caracteres. Lo banal y lo fútil es lo de nosotros, porque opinar sin demostrar, decir sin sostener, hablar sin sustentar, es tan colombiano como aplaudir cuando aterriza el avión de Nueva York.

El hambre del mundo, la reserva Van Der Hammen, la movilidad en Bogotá, las lesiones de Falcao, la situación en Venezuela, la disfunción eréctil, el precio del dólar, los cólicos menstruales y el colesterol alto, encuentran su respuesta en nuestras charlas de café, donde arreglamos el mundo y le sacamos leche a la vía láctea.

Somos culiprontos, ladinos e insidiosos. Nos gustan las promesas, porque tenemos claro que nunca las vamos a cumplir. Nos movemos al vaivén de lo que pasa y de lo que nos conviene. Prometemos a los hijos juegos y paseos que nunca se dan. Juramos amor eterno en ceremonias fastuosas y a la menor oportunidad traicionamos sin recato. Ofrecemos puentes donde no hay ríos o triunfos donde no hay trabajo. Ponemos citas que no cumplimos, llegamos siempre tarde, y así se nos va la vida, diciendo sin hacer y sobre todo, sin ponernos colorados. Somos ventajosos, vivos y faltos de palabra. Y para completar, nos gusta la alharaca, porque nos gusta criticar sin haber participado, reprochar sin haber votado, señalar sin conocer, tachar sin informarnos, tildar sin analizar y fiscalizar solamente en una dimensión, el ejemplo perfecto de los comequehaya y de los simellamanvoy.

Una sociedad que no cumple lo pactado, que se deshace en las babas de la trivialidad y la superficialidad, es una sociedad inviable por donde se le mire, pero ahí seguimos y así nos va. Por eso tal vez lo que necesitamos es no perder la oportunidad de quedarnos callados cuando no nos han llamado.

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