A muchos padres de familia les sorprende la estrecha relación que los jóvenes tienen con los teléfonos inteligentes y las redes sociales. Algunos, escandalizados, advierten sobre los posibles peligros que esta unión pueda generar. Además de reconocer los amenazas a las que se exponen nuestros hijos y estudiantes, conviene examinar con detenimiento ese nuevo pacto que tenemos con la tecnología.
La dependencia y la adicción a las redes es un problema tangible, pero esta condición se ha utilizado despreocupadamente para aterrorizar a padres de familia sobre las consecuencias del uso de teléfonos inteligentes en menores de edad, hasta el punto de llegar a la prohibición. Satanizar a la tecnología basados en nuestra inconformidad y desconocimiento puede también tener efectos negativos en los jóvenes, que cada vez más requieren de la conectividad.
Estudios realizados para la Unión Europea encuentran, por ejemplo, que en esa región, cerca del 80% de los niños menores de 15 años tiene un teléfono inteligente. En Colombia, el panorama no es muy diferente, estudios como “Los desafíos de la familia en la era digital”, de la Universidad de la Sabana, encuentran que uno de cada tres niños menores de 12 años es usuario permanente de la Red.
Para quienes nacimos antes de los teléfonos inteligentes y las redes sociales, estas cifras suenan abrumadoras pero lo cierto es que estamos viviendo en una realidad diferente en la que estar conectado es una necesidad y hace parte del día a día.
Teniendo en cuenta el uso tan extendido de estas herramientas para todos los aspectos de la vida, si les juzgamos en términos de censura, y prohibición, es posible que lleguemos a generar efectos negativos en nuestros jóvenes. Debemos tener muy presente que actividades como la socialización, que antaño se hacía exclusivamente en persona, hoy se complementa con estos dispositivos. Hoy podemos, por ejemplo, hacer uso de nuestros teléfonos celulares para conectarnos con nuestros hijos y estar más pendientes de sus actividades.
Estas posibilidades no deben distraernos de los riesgos visibles para los menores. El modelo de negocio de muchas redes sociales y juegos de celular se enfoca en la vulnerabilidad de los niños y adolescentes y su predisposición a comportamientos adictivos. El uso excesivo es conducente también a la obesidad, expone su intimidad, les hace vulnerables al cyberbullying, les puede acercar a temas que no están preparados para enfrentar y le resta tiempo a actividades físicas.
Entonces, como padres y educadores ¿qué debemos hacer? ¿Prohibimos el uso de estos aparatos como lo han hecho en Francia o tomamos otras medidas? Desde la Academia, el debate está todavía abierto: de un lado, hay voces que suavizan el impacto de las pantallas en los niños; argumentan que las consecuencias no son las mismas para todos y que el acompañamiento es clave. De otro lado, hay quienes asocian el uso de estos dispositivos con la adicción al tabaco y al cigarrillo y por ello, abogan por desestimular el uso lo más posible.
No hay una solución fácil, pero frente a estas dos posibilidades, la primera me parece más conveniente y balanceada. Debemos reconocer la integración de la tecnología en nuestras vidas y aprender a convivir con ella; como interviene tanto en nuestras relaciones y actividades, medidas regulatorias como establecer horarios, una edad mínima (de acuerdo al desarrollo y madurez del niño) y compartir en grupo, suenan más razonables que una prohibición total.
Nos enfrentamos a un nuevo reto en nuestra manera de formar, que no solo implica que conozcamos cómo funciona la tecnología que usan los más jóvenes, sino que requiere que nos involucremos con ella. La mejor estrategia siempre será el acompañamiento:
Algunas herramientas de control parental:
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